«HELP»
(Ayuda)—Que no, que no los vamos dejar ir a-a la casa de unos mafiosos —dictó, por segunda vez, el profesor; se acomodó los lentes.
—Anda —le rogaron—. Hermanito...
—No, Andrés.
Y ante la negativa, yo torcí un gesto. ¿No era necesaria mi ayuda o me excluía del plan por conveniencia? ¡¿Qué daño haría a su ego inútil confiar en mí, que había estado siempre al lado de su hermano?! Porque en mi mente crecida, si no confiaba en mí y no me aprobaba, yendo por los pasillos sin mirarme y estando delante del salón de clase silenciando mis preguntas, entonces Andrés tampoco era digno de tales atenciones —porque él y yo éramos uno— y, ¿cómo podía Sergio Marquina ser tan imbécil como para despreciar a su propio hermano? En el pasado, antes de yo incluso conociera este mundo, fue Andrés quién cargó con la responsabilidad de su hermanito; un niño joven cuidando a otro más pequeño, robando en dónde apareciera la oportunidad para pagar el tratamiento de cáncer de su hermano.
¿Y así era como agradecía sus sacrificios cuando ni siquiera su padre había podido jugar bien al ladrón? Entrado y saliendo de la cárcel tan rápido como otros cambiarían de calcetines y muriendo tontamente en un plan demasiado obvio. Sergio Marquina no era un genio ni era ningún maestro: ¿Quién podía decir lo que había estado haciendo antes de Andrés lo llevara a Italia? Al menos podría fingir que le agradaba.
Como había conocido a Andrés desde una edad muy temprana, era natural para mí verlo y sentirlo como una extensión de mi alma —así, de esta forma que solo podía ser llamada poética o hermosa, desarrollándose a medida que yo crecía en el monasterio junto a Dios y los planes de atracos—. Si era cierto o no que me pertenecía, no importaba ni importaría nunca, porque en el pasado se me había negado todo, pero ahora ya nadie podía negarme nada.
Amaba al arte, y amaba a Andrés y ¿Quién era Sergio Marquina ¡quién era el Profesor para rechazarme tan abiertamente cuando yo era parte de su hermano?!
En mi indignación, estrellé la copa que bebía, de cristal, contra la orilla del piano antiguo que ahora tocaba y solía tocar cuando era niña. No pretendía que fuera parte o el inicio de una rabieta, pero era difícil pensar en otro motivo para el gesto cuando lucía una mano ensangrentada.
A veces, mi mente ignoraba cosas obvias.
Un día de estos, temía, podría saltar desde el segundo piso del monasterio en un intento por llegar al patio principal, ignorando que podría matarme en la caída.
Solo había querido que me notaran y que Sergio dejara de blasfemar a mi familia en mis narices. Me reí:
—Yo no muerdo, Sergio.
Y por primera vez desde que nos conocimos, me miró a los ojos por más de dos segundos.
—No van a ir a tu casa.
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JERUSALÉN [BERLÍN]
Fanfiction¿Y si Andrés de Fonollosa siguiera vivo? ... ❝¿No es siempre la razón, el amor de una mujer?❞