Prólogo

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«EL PLAN»

Desde pequeña la gente me ha dicho que tengo un don: me llaman «superdotada»

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Desde pequeña la gente me ha dicho que tengo un don: me llaman «superdotada».

¿Sabéis lo que es la memoria fotográfica? Pues eso. Que nací con eso, ¿y sabéis el forro que es enterarte que tu papá es un gángster de la mafia Italiana? ¿No?, pues ya os vais a enterar.

Según la ley, a mis dieciséis años, vivo en Estados Unidos.

Solía vivir allí, hasta que Raffaele Giordatto —un hombre alto, musculoso, de piel bronceada—, que rozaba el metro noventa de estatura, se presentó un día y dijo que era mi padre. Me preguntó si quería irme con él.

A los nueve años, poco sabía yo de decisiones —también sabía poco de prostitutas—.

Papá tenía buenos amigos en Italia, una enorme casona junto al mar, un montón de bares —Raffaele Giordatto poseía veintisiete establecimientos, de la más alta calidad, por toda Europa—, y era dueño de un convento..., pero ahí no había monjas, sino padres, curas y sacerdotes, ¡y ellos tenían una galería enorme!

Y aunque a mi me gustaba la pintura, Gabriella dijo que aprendería música: los monjes me enseñaron.

También me enseñaron otras cosas —fue el padre quién descubrió mi don; decía que mi mente era especial—, como las escrituras: la Biblia, el Torah y el Corán.

Yo no sabía quién era Dios —había escuchado la palabra en la boca de los novios de mamá algunas veces, pero no sabía quién era, ni por qué lo llamaban— y, hasta esa misma tarde, cuando Raffaele y mi nueva mamá, Gabriella, me llevaron al convento —también tenía dos nuevos hermanos—, no tenía muy claro qué era Dios; a pesar de que era un hombre clavado en una cruz, sufriendo, papá me dijo que no debía temerle, que él era un alma pura y bondadosa, que nos ama a todos.

... y eso me había impresionado completamente, pero, en realidad, con las pinturas yo me había sentido fascinada.

Dios comenzó a ser alguien en mi vida, y ver las obras de Da Vinci y Tiziano —eso era arte; arte de verdad, del que puedes comer con la mirada—, en aquella galería antiguísima, a mis nueve años, me dejó filpando en colores.

Me gustaba la pintura porque, con esa memoria excepcional que poseía, ver algo —cualquier cosa— dos veces, era aburrido. Pero no con las pinturas, en donde cada lienzo y cada trazo llevaba impreso un sentimiento.

A mis diez años, aunque el violín se volvió mi instrumento favorito —a Gabriella le gustaba que lo tocara—, pasaba mi tiempo en el convento tocando aquel viejo piano que los monjes tenían en la sala de pinturas, para admirar incluso las líneas talladas en los marcos de oro y madera; y yo pasaba mucho tiempo en el convento..., Gabriella parecía pensar que yo era una más de las sirvientas en la casa de papá, así que prefería llegar al convento después de la escuela, y pasaba ahí también los fines de semana.

JERUSALÉN [BERLÍN]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora