Capítulo 03

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«L'ARTE»
(El arte)

Buscar la perfección en el arte era

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Buscar la perfección en el arte era... —es— destruirlo.

Sería como quemar al David de Michelangelo, intentado que cobrara vida.

Y, en mi mente, podía ver la roca ardiendo, derretida —y podía ver la belleza en el caos silencioso—, y al hombre saliendo de aquella prisión eterna que había sido la piedra sobre él y... podía verlo gritar y quemarse, y pedir ayuda mientras su cabello ardía y la piel, fundiéndose, tomaba forma como de infierno sobre el hueso...

... y era bello.

—¿Ya tienen al gobernador? —le pregunté a Tokyo, pero todavía pensaba en el David de Miguel Ángel.

Hizo un gesto, como si lo pensara, mientras me recorría a la vista, y yo fruncí el ceño. Estaba acostumbrada a eso, era normal en la mafia; buscábamos puntos estratégicos: dónde dañarlos si se daba un combate, dónde podrían esconder armas o micrófonos. Analizabamos su lenguaje corporal y decidíamos si era de confianza, pero... Tokyo no era de ninguna mafia o grupo criminal —excepto, claro, éste. Y, por supuesto, el Profesor no nos enseñaba eso—.

—Está con Nairobi —hablaba lento. Me hizo una seña con la cabeza—, y los cuatro escoltas —alzó las cejas—, los está atando..., ¿por qué? —se acercó—. ¿Quieres ir?

Y la situación me resultó indignante —¿Qué estaba haciendo ella? ¿Qué intentaba... ¿Amenazarme?—.

Tal vez fue por eso que sonreí sutilmente, de lado; era una sonrisa suave, retorcida, malévola, que había copiado a Andrés...

... era una mueca de alarma, para los demás.

—Ah, ¿Quieres venir conmigo? —le coqueteé, todavía sonriendo, pero no era fanática de perder el tiempo, y tampoco me gustaban las mujeres.

Casi al instante torcí un gesto, y me di la vuelta.

Quizá Tokyo me hubiera seguido —o apuntado con el arma que, por cierto, sostenía mal—, pero Nairobi la llamó antes.

Miré mi reloj: cincuenta y ocho minutos aquí encerrados, y sonreí cuando pensé en Sergio —bueno, el geniesito tenía razón: nos deshicimos de los escoltas en la primera hora del atraco—. El puñetas era un hijo de puta..., pero un hijo de puta muy listo.

—Quitense los antifaces —ordenó Berlín, cuando yo ya bajaba las escaleras.

Ah, ahora había empezado de verdad.

—Este que ven aquí —siguió Berlín, caminando entre los rehenes—, es el señor Bogotá. Él —lo apuntó, y yo me senté en las escaleras, observando— va a ayudarnos a fundir el oro...

No hubo un sólo rehén que no lo mirara, pero él volteó hacía Martín.

—Y va a necesitar a cuatro voluntarios —completó Palermo, y entonces alzó la voz—: ¿Alguien? —los miró—, ¿no? —y yo me reí ante su gesto tan fingido de decepción.

JERUSALÉN [BERLÍN]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora