EPÍLOGOPARTE I
—Pues no lo entiendo, tío —Alex está ya lo bastante borracho como para tener una conversación consigo mismo—. Esto es una puta mierda, ¿ahora con quién voy a jugar a la play? Yo entiendo lo que tiene una tía que no tenga yo, pero eso dura... En fin.
De repente, una mujer se sienta a su lado.
—¿Me puedo acabar esa botella de vino o lleva tu nombre? —pregunta Sandra con los tacones ya en la mano.
La música suena, el alcohol inunda cerebros, las sonrisas se cuentan a puñados, la boda es un éxito.
Pero en las bodas la gente piensa cosas que no dice: los solteros reflexionan sobre su estado civil, sobre su soledad y alternan pensamientos alegres sobre no tener que soportar a nadie con otros pesimistas acerca de lo terrible que es estar solo. Pero no pasa nada, el vino suele poder con ellos.
Los que tienen pareja pero no están casados piensan que eso puede llegar a pasar, algunos tienen claro que será con la persona que los acompaña y otros tienen claro que jamás pasarán por el aro (luego serán los primeros). No pasa nada, el vino también lo soluciona: al menos temporalmente y al caro coste de una excelente resaca el día siguiente.
Por último encontramos a los que ya están casados desde hace años y todo depende de lo que quede por ahí. Algunos pensarán en el terrible error que están cometiendo los novios y, los peores, augurarán pronto divorcio. Otros, los enamorados, esos que existen todavía aunque la gente crea que no, les deseará lo mejor y revivirán el día de su boda con una sonrisa.
—Vaya puta mierda —dice Sandra y da un trago de vino blanco.
Alex la mira, desconcertado.
Está lo bastante ebrio como para poder hablar con una mujer sin temblar pero lo bastante sobrio como para poder caminar en línea recta y llegar al baño (si la situación lo requiriese).
—Eh, no blasfemes en la boda de mi mejor amigo —dice él con una sonrisa.
La mira: le parece atractiva. No sabe decir por qué. Su pelo brilla. Su escote le llama la atención. Sus ojos oscuros lo miran desafiante.
—Me gusta tu pajarita. Eres un maldito friki —responde Sandra (que probablemente está más borracha que Alex)—. Yo tengo unas bragas de Son Goku. Pero no se lo digas a nadie.
Sandra sonríe, traviesa. No sabe muy bien qué le ocurre. Será el alcohol, el ambiente, el olor a flores, ese chico con pinta de odiar al mundo que le pone muchísimo. No es guapo, particularmente. No está de gimnasio. Tiene ese atractivo que poseen las personas a las que le da igual su aspecto y que se sienten con todo el derecho a hacer y decir lo que quieran independientemente de si cumplen con la expectativa sobre la belleza que ha creado Instagram (entre otras).
—Soy Alex —dice él—. Y quiero echarte un polvo, o quizá dos.
—Estás borracho.
—Tú también —sonríe el mejor amigo de Mario.
—Yo también quiero un polvo, o dos.
—Lo que surja.
Aura sonríe de lejos cuando ve a dos personas desaparecer de la escena discretamente, sonriendo como niños traviesos que saben que están haciendo algo mal, pero que les encanta.
Después baja sus bonitos ojos verdes cubiertos de un sutil maquillaje hasta ver la falda blanca del vestido: negra y llena de roña. ¡Nadie te avisa de que cuando te casas el vestido va a terminar peor que un mantel en una barbacoa grasienta!
Aura no sabe que Gloria es de las que sienten envidia de su vestido y de las que vive atormentada y feliz al mismo tiempo en su elegida soledad. Ha ido a la boda, pero solo a la ceremonia. Ahora está en su casa, en su propio piso, mantenido por ella. Ha alejado a ese hombre que al final solo la utilizaba como amante y la compraba con dinero y salidas, pensando que ella tragaría. Pero no. Se ha dado cuenta de que necesitaba amor: aunque no sabe muy bien aún en qué consiste. Sin embargo, está segura de que en ningún caso se sentirá despreciada, humillada ni utilizada. Y a veces es más importante saber lo que no son las cosas, que lo que realmente son.
Lucía se lo está pasando en grande. Baila sin parar. Bebe sin parar. Habla por los codos con quien sea y de lo que sea. Es un espíritu libre, de esos que se marchitan cuando alguien los ata. Aura sonríe al verla feliz: es la mejor compañera de trabajo que ha tenido nunca.
Poco a poco la gente abandona la finca. Los padres de Mario se despiden de ambos. Su ahora suegra le regala un abrazo cariñoso. Aura llora de emoción: no son sus padres, pero en cuanto los conoció sintió una afinidad y un cariño tremendos y tuvo la seguridad de que aquellas personas eran su familia, su hogar.
El último autocar se despide y finalmente, se quedan solos a excepción del personal de limpieza.
Se sientan en uno de los bancos blancos, Aura se tumba y apoya su cabeza llena de horquillas y flores sobre los pantalones de Mario. Él enreda sus dedos en el pelo rojo, que algún día tendrá canas, como el suyo. Ese pensamiento le arranca una sonrisa.
La pareja se mantiene en silencio. Los grillos amenizan la noche y el olor de las flores de verano se cuela en la escena como parte de un bonito recuerdo. Se acarician las manos, entrelazan los dedos, se miran. Sonríen.
—Aura, si algún día dejas de ser feliz, quiero que me lo digas —dice él muy serio, rompiendo completamente la magia del momento.
—Mario, la gente casada tiene problemas: discuten, tienen hijos que no duermen, el estrés... Habrá momentos en los que estemos agotados —dice ella haciendo uso de la parte más racional de sí misma.
—Te querré aunque esté agotado. Te lo prometo —responde Mario.
Aura, que continúa tumbada sobre su regazo, nota que sus ojos se llenan de lágrimas de manera completamente repentina. Son de alivio. El alivio de haber llegado a casa después de un largo viaje lleno de obstáculos.
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Un café para Aura / Cristina González 2020
RomansaElla se resiste a depender de él. Prefiere estar sola que exponerse al abandono. Pero tiene un problema: le vuelve completamente loca. Bueno, quizá pueda entregarse solo un poquito, sin perder su independencia, sin poner su corazón (y así no arriesg...