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̶  ¿En qué piensas?

̶  ¿Hmm?

Un remolino de cabellos rubio fresa, dos zafiros posándose sobre él. Una pequeña sonrisa, que abarca el universo.

̶  ¿En qué piensas? Toda la tarde has estado mirando a la nada, como si tuvieras un nido de pajaritos en la cabeza ¿Te has enamorado de alguien?

̶  Ah ... Si, si estoy enamorado de alguien pero no estoy pensando en eso ahora.

̶  ¿De verdad? ¿Y de quién?

̶  No te gustaría saber, y no tendría sentido que lo supieras porque yo no le gusto a él.

̶  ¿Él? ¿Es un hombre?

Le sonrió de vuelta, se alzó de hombros y ambos siguieron contemplando la enorme llanura desértica y naranja-amarillenta. A lo lejos, el ruido de las balas y los cañones. Y cerca, el silencio que no se calla, que deja las cosas abiertamente curiosas.

Y más cerca todavía, el atronador sonido del odio. Del odio inmenso hacia la humanidad misma. Un sonido al que él está obligado a callar, a tragarse para que no hiciera daño a nadie más.

(...)

Hace algo de tiempo, cuando faltaban dos meses para las vacaciones de medio verano, él salió tarde del instituto. El aire estaba húmedo, y las calles se sumían en terco silencio. Las farolas hacía mucho tiempo que no iluminaban absolutamente nada, de modo que eran puntos estratégicos para la venta de sustancias ilícitas en la noche. No le gustaba pasar por ahí, pero tampoco era tan diferente del resto de los caminos de la turbulenta ciudad. De las pocas casas no abandonadas emanaba ligera luz que casi no dejaba ver nada, pero una de ellas brillaba con tanta fuerza. Como un farol en medio de la noche más rumiosa en el mar agitado del Norte. Decidió pasar la noche allí.

Se acercó más y se dio cuenta de que no era una casa, sino una tienda. Una tienda de música, con DvDs, discos, instrumentos; todo listo y prolijo para venderse. Parecía vacía y tranquila, con el único despachador observando su móvil con aburrimiento. Él entro, siendo bañado por la luz blanquecina de los focos. Saludo al dependiente y pregunto hasta que hora estarían abiertos, él le dijo que estaban abiertos las veinticuatro horas del día. Le pregunto si podía quedarse a dormir en alguno de los pasillos, él le dijo que no, pero si quería podía regalarle una caja lo suficientemente grande para hacerse una casita afuera. Para su sorpresa, el rubio le contesto amablemente que le estaría muy agradecido. Enmudeció.

Repaso con la yema de los dedos las cubiertas de los discos, con aire curioso. El dependiente se volvió a fijar en él. No era raro ver a gente que durmiese en la calle, porque habían de sobra en la ciudad. Pero verlo a él, específicamente a él, sí que le pareció extraño. Parecía bien cuidado, demasiado bien cuidado, como si hubiese salido de un salón de belleza hacia solo unos minutos. No tenía mancha de suciedad alguna en su piel, sus ropas parecían planchadas y detecto un ligero aroma a lavanda emanando de su persona. No se veía delgado, y de hecho llevaba uniforme escolar, pero no el de alguna escuela pública que él conociera. Lo que significaba que tenía dinero para ir a una escuela privada, solo que no sabía a cuál.

Quizá, a lo mejor se había escapado de casa para correr aventuras y se le había acabado el dinero. En ese caso, quizá podría secuestrarlo y pedir un rescate para su persona.

En esas estaba, imaginando diferentes modos de maniatarlo y llevarlo a la parte de atrás de la tienda cuando la campanilla de la puerta sonó de vuelta y vio entrar a su mejor y más recurrente cliente. Y no es que fuera de su agrado, tenía un carácter pésimo y cara de pocos amigos. A su espalda, atada con una correa, una guitarra eléctrica con las cuerdas rotas y torcidas. Se la quitó de encima y la lanzo sobre el mostrador, al mismo tiempo que suspiraba exasperado por el largo trabajo que tendría que hacer ahora.

Strange Lover (LongShot) (Whittpai)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora