¿Quién cuidará de papá?

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Carmela cerró la puerta de la habitación con el botón. Lo oprimió tan suave que el resorte apenas se escuchó entre el constante ruido del pulmón artificial y una máquina cuadrada, donde se dibujaban una serie de líneas quebradas y acompañadas de un intermitente pitido. Las sombras se asomaron desde los rincones. En la esquina, una lámpara proyectaba su luz contra el techo, y por las ventanas penetraban los reflejos de las luces de la ciudad.

Sobre la cama del hospital, su padre estaba acostado, estable pero inconsciente. Retiraron el cáncer que invadía su cuerpo en una operación terrible y peligrosa. Esperaron por largas horas, donde sus hijas rezaban para que no muriera, no sin antes, verlo por última vez. Pero en contra de las probabilidades, la operación se realizó con éxito.

Tubos salían de su boca, nariz y brazos en todas direcciones, transparentes y sin ventosas, como los tentáculos de un pulpo dispuesto a tomar posesión de los aparatos en la habitación. El largo tubo pegado a su nariz y boca terminaba en un artefacto con resorte negro, que se expandía y compactaba dentro de una caja traslúcida al ritmo de su respiración. Carmela sabía que su padre podría sobrevivir sin eso, mínimo, por un par de horas antes de comenzar a asfixiarse, porque los pulmones de su padre se ejercitaron en el campo, en lo alto de la montaña, donde se había criado hasta su juventud.

Una aguja enterrada, como la cola de un avispón, se escondía en su brazo izquierdo. No obstante, en vez de inyectar veneno transmitía alivio. El catéter se dividía en una cruz para convertirse en tres tubos que colgaban junto a la cama, y se acoplaban a varias bolsas repletas de líquidos, colgadas en un cabestrillo de metal cromado, para suministrar el nivel exacto de sustancia mediante una pequeña perilla. Estaban conectadas a ese brazo, porque el derecho lo tenía lleno moretones. En los exámenes previos a la operación, lo pincharon en el dorso de la mano, en la sangría del brazo, en la punta del dedo, en el hombro y en el dorso de la otra mano. Pero pronto se recuperaría, y aunque ahora necesitara todos esos calmantes, antibióticos y desinflamatorios, para no morir ni sufrir en agonía, sus brazos volverían a ser lo que fueron. Porque desde que Carmela y sus hermanas tenían memoria, se ejercitaba todas las mañanas, aunque se acostara muy de madrugada. Se levantaba justo al despuntar el alba. Por ello sus abrazos una vez que te rodeaban era imposible que te dejaran ir.

Las sábanas no permitían verlo, pero su pecho y espalda estaban conectados a varios electrodos que revelaban su pulso cardiaco en todo momento. Su corazón era viejo, pero su hija presentía, que podía resistir una operación tan grave como la que le practicaron. Porque el día en que su esposa murió, continuó viendo el programa de la televisión sin moverse de su lugar, aunque ya no reía.

Le avisaron del accidente por teléfono. Mientras limpiaba, la madre de Carmela había resbalado por el techo de la fábrica, cayendo veintiocho metros contra el pavimento. Aunque nadie la había visto caer, todos oyeron el impacto contra el frío cemento. La policía concluyó lo mismo: Se encontraba sola en la azotea cuando sucedió.

A Carmela y sus hermanas, Isa y Ana, unas niñas todavía, se les desgarró el alma, lloraron por días, y sintieron miedo del mundo, pero el corazón de su padre se mantuvo tranquilo, soportó el dolor y no derramó ni una sola lágrima. Su corazón era duro.

Por la tarde, Carmela habló con sus hermanas. Discutieron por quién se quedaría con papá por la noche, era una ocasión especial, querían devolverle algo de lo que él les había dado todos esos años. Las tres tenían sus propias razones. Sin embargo, fue Carmela la que se impuso antes de que el alboroto llamara la atención de la central de enfermeras. Ella era la mayor, y quien había recibido más de su padre. Ambas le dieron recomendaciones, cosas que ellas harían en caso de haberse quedado esa noche. Carmela prometió que cumpliría sus deseos y se despidió de ellas entre el llanto y los abrazos.

La habitación mantenía una luz tenue, iluminada por la lámpara que se encontraba por encima de la repisa, junto al sillón de las visitas. Carmela abrió la ventana para que entrara una ligera brisa nocturna y asegurarse su tamaño. Pudo escuchar el sonido de los autos a lo lejos, y el eco sordo de la niebla nocturna. Estaba en el primer piso sobre el aparcamiento. Debajo estaba estacionada su camioneta. En realidad no sabía si lo lograría.

Corrió las cortinas del todo, para mantener los centellantes ojos de la ciudad fuera del cuarto. Tomó la silla que había junto a la cama, pero no se sentó. La cargó, con cuidado de no arrastrarla, y la colocó inclinada contra el picaporte de la puerta, asegurándose de que no cedería con facilidad.

Se acercó al costado de su padre que respiraba profundamente. Lo miró directo al rostro y pudo notar cómo dormía lleno de una tranquilidad inducida por las medicinas. Era la paz reinante en el semblante de un hombre, si a ese monstruo podía llamarse hombre. Recordó que sus pulmones no sólo eran fuertes, sino que jadeaban un olor a tabaco y agua estancada a su espalda, que sus abrazos te estrujaban y no había forma de soltarse de ellos, ni los llantos ahogados de dolor podían abrirlos. Que su corazón era duro y frio como una roca, y sólo albergaba los deseos de un depredador animal. Pero Carmela también sabía que, a pesar de la dura operación, su padre resistiría un poco más de dolor.

Y sin olvidarse de los consejosde sus hermanas, hoy cuidaría de papá.

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