Máquinas divinas

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La primera vez que aparecieron en el cielo, el mundo se detuvo. La vida de los humanos se paralizó. Por completo. Vinieron de la nada, apareciendo entre las nubes, surcaron los cielos para detenerse sobre una de las más grandes capitales del mundo: La Ciudad de México.

El sol despuntó con el alba, elevándose en el horizonte, despertando y alargando las sombras de la catedral, proyectando los campanarios y la cúpula a todo lo ancho del Zócalo. Las calles permanecieron en silencio; los transeúntes se olvidaron de su propia vida y sus deberes; los automóviles estáticos, con el motor encendido, las portezuelas abiertas y sus conductores de pie en el asfalto; todos con la mirada puesta en los aires. El trino de los pájaros se vio obnubilado por la ominosa visión en los cielos, que rompía con la habitual rutina. Las reglas de tránsito desaparecieron, los colores en los semáforos no significaron nada para nadie, y los policías no estaban en condiciones de aplicarlas. Algunos quitaron los seguros de sus pistolas Beretta calibre 9mm, agarrando las culatas con fuerza, esperando órdenes que jamás llegarían por la radio.

Las brasas en los anafres ardieron, calentando tamales que nadie comería. Las jarras de atole continuaron hirviendo hasta el tope y los desechables quedaron prisioneros en el plástico de su envoltura. Las monedas pendían de las manos de la gente que de camino a sus trabajos, habían hecho una pequeña parada en el puesto de la esquina. Las loncheras y mochilas colgaban de las manos y las espaldas de los niños y estudiantes, hipnotizados por la visión. Los audífonos escurrían en los hombros de los deportistas matutinos mientras abrían la boca, estáticos y desorientados.

Los reporteros fueron los primeros en reaccionar. ¡Era la noticia del siglo! Quizá de la historia universal, y la exclusiva se encontraba por encima de sus cabezas. Los helicópteros de la prensa volaban alrededor de las máquinas divinas, transmitiendo imágenes en vivo, por cadena nacional y enlazados a nivel mundial. La situación de los demás países en el mundo se asemejaba mucho a la de la Ciudad de México. No obstante, en vez de fijar la mirada en el cielo, observaban sus televisores, ignorando el chillido de la cafetera en la estufa. Resultaba algo increíble.

Las máquinas divinas flotaban en el aire, sin oscilar ante las ráfagas de viento. No había forma de describirlas, nunca antes se había visto algo parecido. No poseían ninguna forma en especial, su color, si así se podía llamar a la percepción de su imagen, traslucida por momentos, en otros tantos sólida como el metal. Una ondulación de irrealidad se paseaba en todas direcciones, delineando los inexistentes bordes, sin seguir un patrón definido. Parecía no tener una parte superior o inferior, no poseer un frente o una parte de atrás, y sin embargo tenía lados. Quien las hubiera visto, no tendría duda de esto. No proyectaban ningún tipo de sombra o sonido. Simplemente estaban ahí. Y toda la humanidad fungía como testigo.

El primero en salir a dar una conferencia de prensa sobre la situación fue el presidente de los Estados Unidos, como siempre. Habló a todos sus compatriotas. Pidió calma a la población, la vida continuaría del mismo modo, todos irían a las escuelas y a sus trabajos, dijo haberse puesto en contacto con su homónimo mexicano, ofreciendo la cooperación de su gobierno para hacer un frente común ante un hecho de tales magnitudes. Obviamente, la mayoría de su discurso no fue del todo cierto. Estados Unidos cerró sus fronteras y la Guardia Nacional se atrincheró con órdenes de impedir el paso. Todos los vuelos provenientes de México fueron suspendidos hasta nueva orden. Los aeropuertos internacionales LAX de Los Ángeles, California, y Wilcox Field de Miami, Florida, fueron ocupados por la Fuerza Aérea norteamericana, como bases para realizar patrullajes a todo lo largo del río Bravo. A la postre, el tránsito resultó de manera unilateral. Científicos y agentes de todo nivel entraron en tierra mexicana, con el único fin de identificar los objetos.

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