Sobreviviente

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Te despiertas en medio de la oscuridad. No recuerdas nada. Sientes que la cabeza palpita, que si no la soportas con las palmas de tus manos apretando las sienes, tu cerebro se licuará dentro del cráneo por la presión. Sin querer, debido a los temblores, y a que no controlas tus movimientos, rozas el lóbulo de la oreja y sientes algo mojado. Tratas de ver de qué te has manchado, abriendo los ojos, pero te das cuenta de que ya los tienes abiertos. Poco a poco se acostumbran a una intensa penumbra que se ciernen sobre ti como un manto negro. Como cuando eras niña y te escondías dentro del armario, para evitar que tu mamá pudiera encontrarte y te pusiera a hacer la tarea.

Con el corazón latiendo con fuerza, y la respiración entrecortada, tocas tu otra oreja para saber si de ella también escurre algo. De ese lado es peor. El líquido espeso ha llegado hasta tu clavícula en un hilillo caliente que recorre lo largo de tu cuello. Notas el intenso zumbido en tus oídos, no escuchas nada más que un eco sordo que se esparce por el ambiente. Un ligero ardor en la pierna te distrae, te das cuenta de que no estás parada, tampoco estás acostada, estás bocabajo y algo te atraviesa por debajo del estómago, que por cierto lo tienes hecho nudo y pesa como una piedra.

Es algo suave en algunas partes, como los zapatos del armario, pero le sobresalen pedazos duros que se encajan en tus costados. Uno de ellos se te entierra en tu pubis e imaginas que quizá te haya lacerado la piel. No te puedes mover con libertad, pero te las arreglas para que en tan estrecho espacio e incómoda posición, logres tocarte la pierna. Te asustas, tu dedo anular cabe en la abertura, te has hecho un tajo. Lo bueno es que no sangras mucho. Decides que debes ponerte en pie, porque a unos treinta centímetros de ti hay una luz rojiza parpadeante que entra por un pequeño agujero en la oscuridad.

Con mucho esfuerzo logras poner los brazos frente a ti y presionas el bulto que está debajo. Primero te resbalas pero logras empujar. ¿Una panza? Y con la otra mano ¿un brazo? No, no puede ser. Sería el brazo de un enano por su longitud, o el de un insecto por la cantidad de secciones en las que está dividido.

Recuperas algo de aire al liberar tu cuerpo de la presión. El dolor de la cabeza ha disminuido y comienzas a escuchar, aunque desearías nunca haberlo hecho. Los quejidos y los llantos de la gente llegan a tus oídos y se tatúan en tu mente. Gritos de niños y señoras se levantan entre el humo que ahora se agolpa para entrar a tus pulmones. Te sientes engañada por la falsa bocanada de aire fresco.

Te levantas ignorando el ramalazo de frialdad que cruza tu pierna como un proyectil de arriba a abajo. Los chillidos vuelven a ti y ni la densidad del humo es capaz de ahogarlos. Algunos berridos se intensifican, y de pronto, se callan para no volver a escucharse. Posas tu mano en una de las laterales, sientes las esquirlas de un vidrio y algunas se encarnan en tu palma. Con la otra mano te recargas en la orilla, colocas tu espalda contra un objeto que te impide elevarte más y lo empujas con todas tus fuerzas. Cede sin el menor esfuerzo porque estaba acomodado en un precario equilibrio. Los fierros se retuercen y el sillón verde cae de golpe. El sonido hueco de la fibra de vidrio no hace otra cosa que aumentar los llamados de auxilio. Entonces se hace la luz y el horror sube a tu garganta.

La luz proviene de las llamas que se alzan desde varios lugares, las más grandes han alcanzado a una silueta que se contorsiona en la oscuridad. Sus alaridos no logran desatorarle la pierna de los escombros. El fuego sube hambriento por sus ropas y en unos pocos segundos el cuerpo se ha quedado rígido y estático.

No quieres pensar demasiado, como el día que sin medir las consecuencias copiaste el trabajo de una amiga en la universidad, y luego te apresuraste a presentar el trabajo como tu tesis, y así graduarte. Si lo hubieses pensado demasiado, quizá nunca te hubieras titulado. Perdiste a tu amiga, pero ganaste a otras en tu nuevo trabajo.

El humo se aglomera en lo alto. ¿O en la lateral del vagón? ¡Claro! Ahora lo recuerdas, estás en el metro. Ibas de regreso del Zócalo, en el centro de la ciudad, donde habías comprado un par de zapatos de temporada. Todo iba bien. Necesitas que tus piernas se vean torneadas con esa falda apretada. Tu jefe te ha invitado a salir y puede que consigas algún aumento. El convoy viajaba con regularidad, estaba medio lleno, pero a ti te había cedido el asiento un joven, que una vez que se paró y se aferró al tubo frente a ti, no dejo de lanzarte miradas al centro de tu escote. El vendedor de cables para celular lanzaba su típico discurso sin mover los músculos de la cara. El olor a sudor, proveniente de un par de señores con las gorras al revés, camisas tipo polo con manchas oscuras en los sobacos. Las puertas se acababan de cerrar en la estación, tu mente sólo pensaba en unos aretes que viste en la joyería.

ParanoicoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora