Carta decimosegunda

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Querido hijo:

Si hay algo que no puedo negar acerca de toda nuestra vida tras el Fin, es que a pesar de todo existió la felicidad. Muchos de los momentos vividos en la casa fueron aterradores, desmoralizadores, y peligrosos. Pero en todos esos años no solo hubo miedo, peligro y desesperación, sino que también hubo lugar para la felicidad. La felicidad y el amor.

Como alguna vez te dije, el día más feliz de nuestras vidas fue aquel en que tú llegaste a nosotros, Rodrigo. Y desde entonces, tú fuiste como una luz en medio de tanta desolación. Nos hiciste reír, nos hiciste llorar, otras veces también nos hiciste enojar, pero en conjunto todo esto nos hacía felices. El ver a un niño creciendo sin problemas en medio de un mundo desértico y mortal era como ver aparecer la primera hoja verde luego de un crudo invierno. La única diferencia, era que nuestro invierno aún no había pasado. Y en el fondo sabíamos, que las cosas nunca iban a mejorar.

Cada año celebramos tu nacimiento con una bonita fiesta en la que cada uno de nosotros te obsequiábamos alguna cosa. Olga siempre hacía una deliciosa torta de cumpleaños que devorábamos, y nunca quedaba nada para el día siguiente. Tomás y Roxana se lucían haciendo un bastante decente dúo musical, en el que Tomás tocaba la guitarra y Roxana cantaba alguna canción que todos conocíamos, para que pudiéramos seguir la letra y cantar juntos. Alexis pocas veces estaba realmente consciente, creo que quedó con alguna especie de trauma luego del Fin. Ernesto siempre nos sorprendía con algún delicioso manjar que preparaba con ingredientes que ni siquiera sabíamos que teníamos en el sótano. Eladia solía regalarte siempre libros. Cuando huyó con Ernesto y Olga, lo único que había decidido llevar consigo había sido un pequeño baúl lleno de libros. Y desde que aprendiste a leer, ella comenzó a regalarte libros. Al principio te regalaba algún libro que conseguía en la ciudad, porque los suyos no eran libros infantiles. Pero a medida que crecías, comenzó a regalarte incluso libros de su propia colección. Aunque, obviamente, eso tú lo sabes, porque aún conservas en tu habitación todos y cada uno de los libros que ella te obsequió, y que tú leíste con avidez. Estela, por su parte, siempre te sorprendía con su regalo. Intentaba ser creativa y no repetir los regalos. Una pelota de fútbol, soldaditos de plástico, animalitos de goma, autos de juguete, lápices de colores, peluches, ropa, entre muchas otras cosas. Y bueno, tu madre y yo no nos lucíamos precisamente con los regalos, aunque intentábamos darte cosas que te gustaran y sirvieran para entretenerte. Porque la clave para la supervivencia en el mundo después del Fin, era el entretenimiento. Si uno mantenía la cabeza ocupada en cualquier cosa, no comenzaba a recordar el pasado y a revivir los peores momentos del Fin. Así lográbamos mantenernos cuerdos dentro de nuestro pequeño mundo.

Tu cumpleaños era la fiesta más esperada del año. Si bien solíamos festejar los cumpleaños de todos nosotros, ninguno era tan divertido y especial como los tuyos. En tus cumpleaños parecía como que todos los problemas desaparecían, ya no importaba lo que hubiera fuera de las paredes de la casa, todo se reducía a un grupo de personas celebrando un año más de vida de la personita que llenaba nuestros días de alegría y esperanza. Éramos una familia reunida para celebrar la vida. En aquellos momentos, estábamos todos tan próximos, tan cercanos, tan en paz, que a veces deseaba que todo se quedara así por siempre. No me importaba el peligro ni la muerte, no me preocupara que las cosas nunca volvieran a ser como antes. Me bastaba con permanecer por siempre así, rodeado de buenas personas a las que admiraba y quería profundamente. En aquellos días, sabía que sería capaz de dar mi vida por la de cualquiera de aquellas personas.

Desde que naciste supimos que entre todos íbamos a darte una buena educación. Las condiciones del mundo no eran excusa para desatender la educación de un niño. Y en eso fue muy insistente Eladia, que fue una de tus primeras maestras. Bueno, en realidad todos fuimos tus maestros. Al principio todos colaboramos en conjunto para enseñarte las cosas más básicas, como hablar, vestirte, atarte los cordones, etc. Luego, al ir creciendo, fuimos designándote maestros para que te enseñaran cosas más específicas. Cada uno debía instruirte sobre algo de lo que supiera mucho más que el resto de nosotros. Por ejemplo, Eladia te enseñó a escribir y a omitir las faltas de ortografía, asignatura en la que era una eminencia entre nosotros. Ernesto te enseñó todo lo que sabía sobre las plantas, cómo cuidarlas, qué necesitaba cada una de ellas, para qué servían, cuáles se podían comer y cuáles eran de uso medicinal. Olga, por su parte, te instruyó en el campo en el que ella más destacaba, la cocina. Roxana fue tu maestra de biología. Te enseñó muchas cosas sobre los animales y las plantas, y sobre el cuerpo humano. Tomás era tu profesor de educación física. Él tenía el trabajo más sencillo de todos, ya que lo único que hacía era sentarse y decirte que corrieras tantos minutos, o que hicieras tantas flexiones. Bueno, y eso sin contar que la mayoría de las veces lo que en realidad te enseñaba era a tocar la guitarra. Como lo único en lo que Estela sobresalía de entre todos nosotros era en el patinaje, y eso tú ya lo dominabas a la perfección, decidió darte clases de francés. Todos pensamos lo mismo cuando oímos la noticia: ¿para qué podría servirte aprender a hablar francés, en un mundo en el que no sabíamos si aún quedaba alguien con vida, y donde apenas podíamos salir de casa sin que se nos echaran los perros encima para devorarnos? Y ciertamente, de poco te ha servido el francés. Pero como no queríamos herirla y que se sintiera inútil, accedimos a que te diera clases. Al principio ustedes solo se dedicaban a jugar y hacerse cosquillas. Las risas se oían por toda la casa. Pero con el tiempo Estela se puso más seria, y las clases se convirtieron finalmente en eso mismo, clases. Tú te terminaste interesando por aquella nueva lengua que te resultaba tan complicada y a la vez atractiva, y al final terminaste por aprender a hablar francés. Incluso Alexis fue tu maestro, o al menos las veces en que estaba en este mundo. Solía sentarse junto a ti y te enseñaba a dibujar. Bueno, admito que no era una asignatura indispensable para la supervivencia en el mundo del Fin, pero verdaderamente era algo muy bueno para ambos. Por una parte, tú aprendías a dibujar cosas y te entretenías en algo sano. Y por otra parte, Alexis parecía alegrarse de poder contribuir con tu educación. A él también le hacía bien dibujar contigo, porque era una de las pocas cosas que lograban mantenerlo aferrado en esta realidad e impedían que escapara a donde quiera que iba cuando se ausentaba su conciencia. Por mi parte, yo tuve que enseñarte matemáticas. Y no me cabe duda alguna de que, como padre, eso fue lo que más trabajo me costó jamás. Desde siempre tuviste profunda aversión hacia las matemáticas. Te contentaste con aprender a contar, sumar y restar, y a regañadientes aprendiste a multiplicar y dividir. Pero cuando quise enseñarte cosas más complejas, se convirtió en una guerra. Aborrecías las matemáticas y mis clases te parecían las más aburridas de todas. Eso era demasiado frustrante para mí, y por eso intenté diez mil formas de hacer las clases más dinámicas y entretenidas para ti. Pasaba horas y horas devanándome los sesos pensando algún juego o actividad con la que captar un poco tu atención. Pero nada servía. Tu obstinación y rechazo a las matemáticas terminó por vencerme. Dejé que tú tomaras la decisión. Te di a elegir entre continuar teniendo clases de matemática, o abandonarlas. Y por eso me sorprendió cuando me dijiste que querías seguir aprendiendo, pero que querías que te enseñara cosas más prácticas y de uso diario, cosas útiles para la vida. Debo admitir que quedé impávido ante tu declaración, pero desde entonces me centré en enseñarte cosas que podían servirte para resolver problemas del día a día. Ahora que lo pienso, quizá mis clases no fueron las más difíciles. A Emma le tocó ser tu maestra de historia. Y eso fue muy duro para ella. Porque enseñarte historia significaba revolver en el pasado y sacar a la luz todos los horrores del Fin, los recuerdos más espeluznantes y angustiantes, significaba hablarte de un mundo que ya no existía, un mundo que llegó a ser próspero, civilizado y admirable, pero que tú nunca llegarías a conocer, significaba admitir que las cosas ya nunca mejorarían, y que te habíamos traído al mundo en el peor momento, porque ya no había esperanza. Emma sufrió mucho. Muy seguido tenía que interrumpir las clases porque no soportaba el peso la verdad. Muchas veces tuve que consolarla y distraerla para que no continuara pensando en el pasado ni en el futuro. Ella comenzó a tener pesadillas muy seguido. Casi todas las noches despertaba llorando o gritando, aterrada ante algún horrible hecho del pasado que había vuelto para atormentarla durante el sueño. Pero en fin, tuvimos que ser fuertes y continuar enseñándote. La historia era algo muy importante, y no podíamos dejar de enseñártela por más que doliera recordar. Pero así y todo, logramos darte una buena educación y aprendiste cosas muy variadas y útiles. Y eso nos llenó de orgullo a todos. Porque sentíamos, y con razón, que habíamos aportado nuestro granito de arena para formarte y prepararte para el mundo de afuera.

Para cuando nosotros ya no estuviéramos.

Recuerdo una vez que caíste enfermo. Tendrías alrededor de seis años, y a todos se nos detuvo el corazón cuando Olga nos confirmó que tenías mucha fiebre. No es que fuera algo del otro mundo enfermarse. Todos nosotros padecíamos algún resfrío durante el invierno, pero nunca nada muy grave. Pero en esta ocasión, la fiebre era altísima, y tenías las vías respiratorias congestionadas, por lo que te costaba mucho respirar con normalidad. Tres días estuvimos en vela y casi sin apartarnos de tu lado. No recuerdo haber llorado tanto en toda mi vida. El miedo nos carcomía a todos por dentro, el miedo y el remordimiento. Todos nos sentíamos culpables por aquella enfermedad. Todos creíamos que de haber sido más precavidos y más atentos, podríamos haberte evitado aquella situación. Y el terror que sentíamos no hacía nada para disipar aquella sensación de culpabilidad que nos ahogaba. Finalmente, luego de muchas lágrimas, lamentos y súplicas, tu salud mejoró y te recuperaste perfectamente. Todos respiramos con alivio entonces, pero a partir de ese momento fuimos más protectores que nunca contigo, cosa que, por si no lo recuerdas, no te agradó demasiado.

Y así transcurría de a poco nuestra solitaria vida en el mundo después del Fin, y te aseguro que creímos ingenuamente que podríamos seguir así durante mucho tiempo más. Pero eso te lo contaré más adelante.

Con cariño,

Tu padre.

Cartas del Fin del MundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora