Carta decimocuarta

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Querido hijo:

No ha sido fácil llegar hasta aquí. No ha sido fácil mantenernos con vida todos estos años, y tampoco ha sido fácil rememorar ahora todas las cosas que vivimos hasta estos últimos tiempos. No hace falta explicarte muchas cosas, ya eras una adolescente de doce o trece años cuando comenzaron a suceder las cosas que voy a relatarte, y estoy seguro de que aún las recuerdas.

Todo sucedió muy deprisa. Estábamos tan empeñados en ocupar la mente para no perder la cabeza, que terminamos por olvidar la cosa más obvia: el tiempo pasa. Y el tiempo pasó demasiado rápido para todos nosotros. La única persona que nos recordaba el paso del tiempo eras tú, que cada vez crecías más y más. Claro que todos envejecimos, pero el tiempo parecía notarse mucho más en ti que en nosotros.

Y así sin más, sin previo aviso, una noche el tiempo se nos llevó a la primera persona. Debo serte sincero con respecto a esto: nunca esperé que fuera Estela quien moriría primero. Así es, una mañana simplemente no despertó. Era ya bastante anciana, cada vez patinaba menos, aunque por nada del mundo dejaba de hacerlo. Fue muy doloroso para todos aquella pérdida. Le dimos una sepultura digna de ella, en el fondo de la casa. La lloramos amargamente pero, al final, tuvimos que seguir adelante. La pena y la angustia nos llevaba a todos a revivir momentos del pasado que no queríamos volver a desenterrar. Y recuerdo, recuerdo que cuando te vi llorando desconsoladamente sobre su tumba, supe por fin que realmente habíamos podido criarte con amor y bondad, a pesar de todo.

Hay que admitirlo. La muerte de Estela fue como una bofetada de realidad que nos tomó desprevenidos a todos. Y cuando estás conviviendo con otras personas, sobre todo adultos mayores, y una persona fuerte, jovial y saludable muere, lo primero que haces es pensar quién será el siguiente. Lo admito, sí llegué a preguntarme esto. Nunca lo pensaba como si deseara que alguno de ellos muriera antes que tal otro, pero sí me acosó la incertidumbre de quién sería el siguiente, durante mucho tiempo. Y desgraciadamente, no tuve que esperar demasiado para conocer la respuesta.

Estela murió en primavera. Y al año siguiente, el invierno fue más crudo de lo habitual. Estuvimos a punto de morir todos en aquella casa. Pero logramos resistir. O al menos algunos de nosotros. Olga cayó enferma tras haber estado fuera de la casa más tiempo del necesario, mientras hacía algunos arreglos en la persiana de la ventana de su habitación. La gripe la atacó con fuerza. Bajó mucho sus defensas. Olga pasaba la mayor parte del tiempo inconsciente, hacía fiebre, a veces incluso tenía alucinaciones, y le costaba bastante respirar. Tuvimos que aislarla en su habitación para evitar contagios, aunque Ernesto insistió en que quería quedarse a su lado. Y así lo hizo. No se separaba de su esposa en ningún momento y por ningún motivo. Solíamos llevarles la comida y las medicinas de Olga, y cuando lo hacíamos insistíamos para que Ernesto saliera de allí, o que al menos usara algún tipo de protección para evitar contagiarse. Aunque, supongo que en el fondo sabíamos que él deseaba contagiarse. No podía abandonar a su esposa, ni siquiera en el más allá. Así que se quedó, se quedó y la acompañó hasta su última exhalación, para luego fallecer él también, ambos derrotados por una aguda neumonía que nuestras medicinas no pudieron combatir. Es que, bueno, ninguno de nosotros era médico, no sabíamos que darle para que mejorara. La única que tenía alguna noción sobre el tema era Eladia, y ella nos recomendó ciertos medicamentos, pero de nada sirvieron. Creo que Ernesto sabía que ya no podía sanar, y por eso decidió irse con ella. Los encontramos a ambos en su habitación, dormidos como si nada hubiera sucedido, como si fueran a despertar y Olga comenzaría a preparar algo delicioso para comer, y Ernesto nos haría reír con sus chistes malos y sus bromas sobre la comida de su esposa. Parecía tan raro pensar que ya no los íbamos a ver juntos en la casa, o que ya no íbamos a verlos más sentados frente a la ventana, abrazados, mirando al exterior y divagando en sus interiores, recordando a sus hijas perdidas pero consolándose mutuamente e infundiéndose cariño y fuerza con el solo hecho de estar juntos abrazados.

Sé que te dije que cuando nos veía a todos reunidos para celebrar tu cumpleaños me daba cuenta de que realmente quería a todas aquellas personas. Pero perderlas me lo hizo saber con mayor seguridad aún. Las tres primeras pérdidas nos destrozaron a todos. El vacío en la casa parecía imposible de llenar, el silencio era como una mortaja, el recuerdo nos perseguía todo el tiempo. Y lo peor fue el hábito. Dentro de la casa cada uno tenía su rutina. Por lo general todos teníamos ciertos hábitos que repetíamos incansablemente cada día. Yo, por ejemplo, solía levantarme para desayunar, conversar con Ernesto sobre algún tema trivial como el trastornado clima, luego leía algún libro, hacía ejercicio, cuidaba de la huerta, entre otras cosas. En definitiva, el hábito eran las pequeñas cosas que hacíamos repetitivamente cada uno de nuestros días para llenar todo el tiempo libre que teníamos. Y eso fue lo que más nos desestabilizó. Muchas de nuestras acciones diarias quedaban interrumpidas por el simple hecho de la ausencia de una persona. Tardamos mucho tiempo en recuperarnos, si es que alguna vez sanamos completamente. Ernesto ya no estaba para hacer sus chistes malos, o para arreglar cualquier cosa que estuviera rota en la casa, o para cuidar de la huerta. Olga ya no estaba con nosotros, ya nunca volveríamos a probar alguno de sus exquisitos y suculentos platos, nunca más la íbamos a oír regañarnos para que nos abrigáramos cuando hacía frío, ya no iba a tejernos más abrigados buzos de tibia lana. Y Estela también se había marchado. Estela, quien era la persona más afectuosa de toda la casa. Ya no nos iba a abrazar nunca más, nunca más íbamos a escuchar su risa jovial y contagiosa.

Ya no la veríamos patinar nuevamente.

Fue muy doloroso afrontar aquellas tres pérdidas.

Las cosas en la casa tuvieron que cambiar por la fuerza. Nos vimos obligados a cambiar nuestras rutinas y nuestras funciones. Ahora Roxana y Emma se encargaban de la cocina, mientras que los demás hacíamos lo que hiciera falta para mantener el orden. Reparábamos cosas, cuidábamos de la huerta, incursionábamos en la ciudad para conseguir cosas necesarias, etc.

He pensado mucho acerca de la muerte desde que Estela, Olga y Ernesto fallecieron. Muchos dicen que es un adiós, un hasta nunca, que no hay marcha atrás. Pero a través de los años, tras haber vivido en el mundo después del Fin, he descubierto que no tiene por qué ser un hasta nunca. No si puedes dejar tu legado tras de ti. Y esta verdad, hijo, es algo fascinante que he descubierto a través de ti. Sí, así es. Porque tú eres el legado de todas las personas de la casa. En ti veo al robusto Ernesto, a la sobreprotectora Olga, a la cariñosa Estela. Ellos han dejado su huella en este mundo tras marcharse, y esa huella eres tú. Te han dejado una parte de ellos mismos, para que continúe aquí aún mucho después de la muerte. Entonces, ¿es posible evitar la muerte? Claro que no, todos morimos, así es el ciclo de la vida. Pero ¿es posible permanecer aquí después de la muerte? A eso, yo respondo rotundamente que sí. Sí es posible resistir luego de la muerte, si logras dejar tu huella en el mundo, dejar tu legado. Y no hablo de dejar un monumento recordatorio en medio de una plaza, sino de dejar tu legado en la gente. En las personas que más quieres. Dejas algo de ti en ellas para que permanezca con vida mucho tiempo más. Así, se salvaguarda la memoria.

Con cariño,

Tu padre.

Cartas del Fin del MundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora