Capítulo 16

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            Ada ya no sentía tanto dolor. Sus heridas fueron cerrándose solapadamente, como las flores al caer la noche.

—Zephyr... —pronunció en voz baja a la vez que acariciaba dócilmente los cabellos de la nuca de su amado, para llamarle la atención.
Él se desasió de su cuello, satisfecho de haberse alimentado y a la vez, curado a Ada. Entonces le sonrió con felicidad.

—Calla y descansa —le dijo—. Cuando despiertes te sentirás inmensamente bien —Su mano recorrió con dulzura las mejillas de la mujer. La soprano cerró sus ojos accediendo a la suspensión que exigía su cuerpo, aún debilitado.

— ¿Cómo me llamarás ahora? —indagó la joven antes de dormirse, habiendo entendido que su nueva vida requería de un apodo diferente.

Zephyr la envolvió con sus brazos para recostarse a su lado y enunció resuelto:

—Siempre te llamaré Ada...

La nueva vida le sentaría bien. La luz del sol se habría vuelto una real enemiga para sus ojos, mientras que la oscuridad nocturna se transformaría en el lapso que vivir, pensaba medio dormida.

Ada despertó en su nuevo amanecer, oscuro, sereno.

La música de la orquesta que tocaba esa noche en el teatro para despedir el alma de la joven soprano, anegaba al ambiente de notas lúgubres.

Janick debió decir que la soprano se había suicidado y que su cuerpo yacía enterrado en el jardín, en una tumba que él mismo había cavado a pedido de su antigua alumna. Tenía la carta en sus manos, la cual exponía una versión admisible.

Los pueblerinos estaban angustiados. Janick Collinwood también, a pesar de saber que su preciada discípula se hallaba allí, viva, aunque en otra existencia.

Elbertine mojaba con lágrimas un pañuelo blanco con puntillas. No había comprendido qué había querido decir Ada en aquella carta cuando le legaba todos sus bienes, hasta el momento de enterarse sobre su lamentable defunción. Era supremamente luctuoso, para la sirvienta, concluir que Ada había fingido la cura de la tristeza que la había acosado en aquel último tiempo.
Bernard estaba impactado. Si bien él había herido gravemente a la mujer, creyó que jamás terminaría muerta como todos atestiguaban. El tenor caminó hasta el jardín del teatro y se acercó al nicho cubierto con tierra fresca, en el que supuestamente descansaba su antigua compañera de cantos.

—Ada... Mi preciosa Ada... —Se arrodilló al lado de la tumba y siguió—. Nadie sabe que yo fui quien te quitó la vida —Sus manos temblorosas acariciaron el panteón. Su rostro estaba taciturno, pero una sonrisa sombría se perfiló en su boca.

Zephyr tomó las manos de su amada para ayudarla a levantarse de la cama. Ada acarició sus propios brazos, su pecho y su rostro. Estaba sorprendida, aunque no tanto. Conocía la razón por la que sus magulladuras habían desaparecido.

Era la primera vez que Ada notaba con claridad toda la habitación. El techo era alto como siempre lo imaginó y en el verano lo vería tupido de pequeños mosquitos visitantes que rondarían por cada rincón del teatro para conseguir la sangre de sus bípedos objetivos, ese flujo rojizo que alimentaría a ella y a Zephyr.

Ada percibió los muebles ordenados por todo el lugar. Un espejo de pie, ovalado y con marco de oro, se mostraba a un lado. Ella se apartó un momento de Zephyr y caminó para contemplarse. Sus ojos brillaron de sorpresa al descubrirse. Era la misma mujer, pero tan diferente que pensó que estaba soñando aún. Era bellísima. Sus rasgos habían tomado la forma que precisaban para darle una verdadera preciosidad. Su piel se había tornado más lisa, el cabello le brillaba de otra manera, sus ojos habían asemejado la profundidad de los de Zephyr. Ada nunca había podido embellecerse tanto con maquillajes, alhajas y finas vestimentas. Bastó con ser mordida por un vampiro para llegar a poseer aquella exquisitez exterior.
Zephyr se acercó y la abrazó por la cintura.

El enigma del teatro CollinwoodDonde viven las historias. Descúbrelo ahora