Capítulo 3 parte A

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Con la invitación extendida por Albert, Candy aceptó, y fue con él a la sala de juntas.

Ésta estaba ocupada por seis hombres; y en el momento que la vieron cruzar una puerta, debido a una educación, todos se pusieron de pie para posar militarmente.

Claro, no sólo era una dama sino — muy linda —, pensó uno de ellos que difícilmente apartaría sus ojos de ella, la cual era presentada por William:

— La señorita Candy White Andrew, mi hija.

— ¿Su hija? — repitió el que parecía interesado

— Adoptiva, por supuesto

— Yo hubiera apostado que se trataba de su hermana — comentó un segundo.

— En sí, eso es lo más acertado, Doctor Grimm.

Él extendió su mano a la rubia diciendo:

— Encantado, señorita

— El gusto es mío, caballero —; y a todos ella se volvió para pedirles: — Pero, por favor, tomen asiento

... lugar que ocuparon, consiguientemente de haberlo hecho Candy, mujercita que mostraba una amable sonrisa al resto del grupo y dedicaba uno a uno una mirada a modo de saludo.

El último quedó en un hombre de mirada seria y porte impresionante; y que enseguida de devolver el gesto, hablaba:

— Bien, señor Andrew. Ya tenemos lo que nos pidió.

La manera tan directa de ir al meollo del asunto atrajo las miradas de sus compañeros, forzando a un tercero para decir:

— El gobierno nos ha cedido el terreno. Aquí, los planos —. Unos que un cuarto elemento se dispuso a extender sobre la mesa.

— El área tiene muy buena ubicación; y para nuestro objetivo...

— Sí, me lo imagino; pero...

Albert se movió de su lugar para analizar ampliamente lo presentado. Sin embargo, y debido a un gesto...

— ¿Qué pasa, Albert? — preguntó una curiosa Candy

— No estoy seguro; pero... me parece que ahí está instalada la Clínica Feliz

— ¡¿Dónde?! — inquirió una sobresaltada rubia, cual raudamente se puso de pie para ir a lado de su tutor; y éste marcarle con su índice un punto del que se informaba:

— Esto es propiedad del gobierno, señor Andrew

— Por supuesto, Doctor Lenard.

A su mención, unos ojos se posaron en él; y él en ella, la cual no se reservó cuestionarle:

— ¿Algún familiar del Doctor Lenard, el director del hospital Santa Juana?

— Mi padre

— Oh — expresó Candy; y para salir de su asombro le preguntaría aprovechando que tenía su atención:

— ¿Qué tienen pensado hacer en este lugar?

— Construir un hospital y un asilo militar

— ¿Todos ustedes... lo son?

— Ahora veteranos de la reciente guerra.

Guerra. De tan sólo pensar en la bélica palabra y lo que significaba, por todo el cuerpo de ella recorrió un severo escalofrío, y en su corazón se clavó un agudo dolor que la hizo cerrar los párpados para contener así el llanto que le estaba causando el recordar a su inolvidable amigo Stear; lamentando más, que él jamás volviera de aquel pasado conflicto como los hombres que tenía enfrente.

— ¿Pasa algo, señorita?

— Pasa todo, Doctor Lenard. Sin embargo... Albert, — la rubia rápidamente se dirigió al magnate, — ¿cuál es tu papel aquí?

— ¿A qué te refieres, pequeña?

— El Doctor Martin se ha ido. Se ha ido, porque le han quitado este pedazo de tierra

— Pero, es para una buena obra, señorita Andrew.

— ¡Le puedo asegurar que la que él hacía no lo era menos, señor!

En el modo tan repentino que Candy había respondido aunado su agresiva mirada, puso a todos con rostros de sorpresa, excepto al retado, ya que éste sería rudo:

— ¿Qué bueno puede ofrecer un adicto al alcohol?

— Bueno, Doctor Lenard —, hablaba Albert, — a mí de cierto modo me curó de una pasajera amnesia

— Aun así. Nuestros enfermos y mutilados tienen derecho a un lugar donde vivir.

— ¡¿Y los niños?! ¡¿Qué me dice de esos pobres que se acercaban a él y que sin preguntar cómo siempre tenía atención para ellos?!

— Pues pensando precisamente en esos pobres niños, unos quizá huérfanos, otros quizá con padres, los cuales volvieron incompletos, es que queremos ese lugar. Para dárselos a ellos en compensación de lo que hubiesen perdido.

— Son todavía muchos soldados connacionales los que han quedado en el continente europeo, señorita Andrew. Y tanto, a los que ya están aquí como los que siguen allá, podemos desampararlos habiendo ellos dado mucho por nosotros. Por su nación.

— Yo no estoy diciendo que lo hagan, sino...

— La compasión debe ser pareja, señorita Andrew.

— ¡¿Y usted cree que yo no lo sé?!

Candy, furiosa, se volvió a su enemigo que no se rendiría fácilmente y la atacaría:

— Tal parece que no, porque... es cierto, a un hombre se le ha removido de su lugar para poner en ello a más que podrán ayudar a otros; sobre todo, a esa comunidad que ha quedado afectada.

— ¡Por peleas tontas y sin sentido!

— ¿Eso piensa de la guerra?

— ¡Le aseguro que es eso y más!

— Siendo así...

Unos ojos dejaron de fijarse en ella para posarse en otro y decirle:

— ... la decisión es de usted, señor Andrew.

FRENTE A FRENTE UNA VEZ MÁSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora