Capítulo siete

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En la plaza, las palomas casi superaban en número a los adoquines rojos, Holga tenía que dar pequeños pasos para no pisarlas. Estos pájaros no le tenían miedo, por eso y por más razones cuestionaba su instinto de supervivencia. Addie había entrado en una de las muchas tiendas, le había dicho que se quedara donde estaba ya que quería comprar algo y no quería que su amiga viera lo que podía ser. Y así, sin más, se quedó sola. Menos mal que las palomas eran una buena compañía, de lo contrario se aburriría bajo las sombras de los tejados.

Pasó muy poco tiempo, al menos hasta que un sonido les hizo dispersarse, era el saludo de una chica con pines de varios colores sujetando su cabello castaño, en sus manos había una pequeña caja azul que parecía ser especial por la forma en que la llevaba pegada al pecho. No lo pensó mucho, tan solo le sonrió, esperando pacientemente a que llegara a su lado.

—¿Qué has comprado?

Como respuesta, Addie resopló, con una flor roja de timidez besando sus mejillas. Le hizo un gesto para que caminaran juntas, y Holga le siguió el paso, llegando a colocarse una al lado de la otra, se sentía cómodo el pequeño silencio en el que se apoyaban. Tardó un poco, pero Addie dijo, acercándose aún más:

—Este es mi secreto, una cosita para después.

—¿Costó mucho?

Ella asintió apenada, guardando la cajita en el bolsillo de su sueter escolar.

—Oh, bueno, ¿por qué no lo pones en tu mochila? —Comentó Holga, incrédula—, menos posibilidades de perderlo.

—No, no, lo necesito para algo.

—Si tú lo dices.

Y parecía que la conversación iba a terminar en ese momento, pero no fue así, al menos no como ella esperaba. La adolescente que estaba a su lado parecía querer decir algo, ojos mirándola sí, mirándola no.

—¿Está todo bien? —habló, agachando un poco su cabeza, por la distancia de su estatura, Addie negó enérgica.

—Tenemos que darnos prisa si queremos llegar antes de que cierren.

Nada más entrar, vieron a la gente haciendo cola para las máquinas, a su alrededor la variedad de tamaños y formas de las pantallas brillantes. El sonido de los botones que se pulsaban, las monedas, coches chocando, explosiones y disparos, gritos, maldiciones y risas la distrajeron lo suficiente como para que Addie se fijara en ella y tomara de la mano. 

—Vamos, no te quedes viendo —dijo, llamando su atención. Su tacto era suave, los dedos largos y las uñas bonitas, pintadas en una suave capa de rosa con blanco. Holga agachó la cabeza y se fijó en el número de las ridículas pulseras que llevaba su amiga en su muñeca izquierda. Se los había estado regalando durante los últimos meses, ya que era el resultado de la adquisición de un nuevo pasatiempo favorito, y el que los siguiera usando la hizo sonreir. Sintió que la arrastraban hasta el lugar donde se dejaban las mochilas y se pagaban con monedas, sacando la cantidad suficiente para pasar un buen rato.

Decidieron jugar a un poco de todo, desde juegos de carreras hasta lanzar la pelota en aros de diferentes tamaños y colores. Y luego más, monedas frías y resbaladizas en la palma de su mano sudorosa, deslizándolas en la ranura, pulsando los botones, riendo y sintiendo la mirada de Addie por su espalda. Luego, dos o tres rondas en la pista de baile, primero se movieron juntas y, al final, a solas.

No se dio cuenta de su ausencia hasta más tarde, cuando por fin terminó su ronda a la vez que el sudor se pegaba incómodamente a ella, su pecho subía y bajaba y sus pies temblaban. Esperaba ver a Addie al mirar hacia atrás, cuando no la vio, se sintió confundida. Holga la buscó en las filas de máquinas de juego. ¿Dónde diablos estaba? La llamó por su nombre, alzando la voz para que se la oyera por encima de las fuertes explosiones de bombas y disparos que emitían los juegos cercanos. Algunas personas levantaron la vista y sus ojos la hicieron dudar.

La metodología del amor y otros misteriosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora