Capítulo ocho

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Era más de mediodía y Bastian no podía tomarse un respiro. La necesidad de limpiar llegó demasiado tarde para hacer algo significativo, y sabía que era estúpido hacer algo más que lo superficial, pero de alguna manera su mente insistía en que todo seguía sucio. Aunque no fuera el caso. No era habitual que alguien ajeno a su familia inmediata estuviera en su casa, así que lógicamente quería causar una buena impresión, por mucho que fuera uno de sus compañeros de clase al que no conocía tan bien.

Holga era una chica que daba miedo: Alta, bonita y de mirada intimidante.

—Si continúas limpiando el suelo de esa forma, dejarás un rasguño.

Bastian levantó la cabeza, con su mano libre agarrando el trapeador. Se había recogido su poca excusa de cabello, salvo que probablemente le estaba haciendo más daño por lo molesto que era, eso y la constante e incómoda necesidad de comprobar si seguía atado. Su cabello era corto en casi todos los sentidos, excepto en la parte delantera, donde se ondulaba suavemente. 

Ignoró a su abuelo y continuó con la limpieza, y cuando terminó, fue a darse un baño para lavarse el cloro de las manos y el sudor de la frente. Fue rápido y no le llevó más de diez minutos, sin embargo, en cuanto cerró el grifo de agua fría, escuchó alboroto no muy lejos de donde estaba. Voces, una conversación, una pregunta y luego su propio nombre. Las paredes eran delgadas y todas las habitaciones de la casa eran pequeñas y estaban abarrotadas de muebles de época, cuadros antiguos y piezas de porcelana. 

Bastian se apresuró en arreglarse.

—Has llegado temprano —dijo, asomándose por las puertas de la sala-comedor. Holga se encontraba sentada en una de las sillas de madera, con una taza de té caliente en sus manos. Iba vestida con una camisa gris y unos pantalones negros holgados que ocultaban parte de sus tennis sucios. Junto a ella, en el suelo, reposaba su mochila llena de diferentes pines decorativos. 

—Tu abuelo me estaba contando el día en que casi te ahogaste —comentó ella, con sus ojos alternando entre él y el viejo. En su rostro, pálido y ligeramente pecoso, se apreciaban unas excéntricas ojeras.

—¿Ni siquiera un saludo, querida Holga?

—No me apetece, no.

Su tío abuelo, a su lado, se rió suavemente. Bastian decidió tomar asiento, comiéndose una de las galletas que había en la mesa, saboreando las avenas y las pasas. Entonces, Holga hizo una pregunta a la que Bastián tuvo que responder.

—Tenía siete años y estaba en casa de mi tía Elena, tenía una piscina, y era terriblemente profunda.

—¿Y te ahogaste?

Bastian negó.

—Me ahogaron.

—Misma cosa.

—No, no. Fueron mis primos Ramino y Omar, eran dos años más que yo —habló, terminando de masticar la última galleta del plato—. Los gemelos me aventaron y yo no sabía nadar, al inicio se andaban riendo pero mi tía Elena se metió y me sacó.

—Por favor dime que se metieron en problemas.

—Oh, claro que lo hicieron. Terminaron por llorar y se disculparon conmigo. Creo que por eso, años después, me tratan mejor que a los demás primos de mi familia.

—Qué tétrico —dijo, Bastian se encogió de hombros.

—Su broma infantil y mortal me dio los mejores regalos. Cada navidad, cumpleaños, o festividad, me dan algo por más pequeño o grande que sea.

Y era cierto. Las pasadas Navidades le regalaron dos juegos de Lego y una guitarra hecha a mano. A Bastian no le gustaban los Legos y era incapaz de tocar la guitarra, que estaba cogiendo polvo en un rincón de su habitación. De todos modos, la conversación giró en otra dirección, en la que hablaron de un poco de todo, al menos hasta que su abuelo anunció que se iba a echar la siesta de todos los días, y al ver que se metía en su propia habitación oyó decir a Holga:

La metodología del amor y otros misteriosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora