Prólogo.

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La nieve no cubría las calles. No había nubes ni muñecos. Por primera vez en toda su historia, Invernovale ardía bajo las llamas de la guerra en el exterior. Había fuego en cada tejado, cada esquina. Devoraba todo a su paso, como una plaga que pasaba de persona a persona hasta destruirlo todo. Nadie podía refugiarse o huir, el fuego los alcanzaría tarde o temprano.

Los niños sollozaban la pérdida de sus padres mientras los soldados del Rey avanzaban, prendiendo fuego a todo lugar que albergara gente. Muchos gritos se oían por todo el Reino, personas que eran quemados por soldados que una vez juraron proteger al mundo entero. Muerte y destrucción era lo único que abundaba. La nieve se derretía, creando un charco que se mezclaba con la cálida sangre.

Piratas huían de Invernovale a toda prisa, ansiosos por llegar al mar que los protegía de los furiosos soldados. Ellos no eran malignos, como se decía entre los plebeyos, solo eran hombres que huían del Reino tras haber perdido a esposas, hijas y hermanas a causa del tiránico Rey. El mar los protegía, pero no a aquellos que tenían la mala suerte de hospedarlos en tierra. Todos morirían antes del amanecer, pero los piratas no podían darle importancia a ellos. Vivían por una causa mayor.

Todo Invernovale lloró esa noche.

Solo uno de los nacidos en el invierno sobrevivió al asalto de los crueles soldados reales. Un joven de cabello blanco, cubierto por las ropas de la familia real. Se veía como una figura blanca mientras avanzaba, su cabello flotando al viento y sus pies arrastrándose.

El príncipe sobrevivió. Y su pueblo ardió.

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