Capítulo XIII

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Se hace la presentación de nuevos personajes que han de figurar en varios incidentes agradabilísimos de esta historia


—¿Dónde está Oliver? —gritó colérico el judío, levantándose con expresión amenazadora—. ¿Qué habéis hecho del muchacho?

Los dos pilletes miraron a su maestro con expresión de temor, cual si la violencia del tono empleado por aquél les hubiera alarmado; contempláronse luego mutuamente, y no contestaron palabra.

—¿Qué ha sido de Oliver? —rugió Fajín, agarrando por el cuello al Truhán y lanzando por la boca un torrente de maldiciones—. ¡Habla, o te estrangulo!

Tan en serio parecía hablar Fajín, que Carlos Bates, mozo prudentísimo, amigo de curarse en salud e inclinado por temperamento a esquivar los peligros, considerando altamente probable ser la segunda víctima inmolada por el judío, si éste se decidía a estrangular a su camarada, cayó de rodillas y lanzó un grito recio y prolongado, un grito que lo mismo podía confundirse con el mugido de un toro enfurecido, como con el bramar de una bocina.

—¿Hablarás con cien mil de a caballo? —vociferó el judío, sacudiendo al Truhán con tal furia, que sólo un milagro pudo impedir que se le quedara su levita entre las manos.

—Ha caído en la ratonera, y nada más —contestó el granuja con expresión sombría—. ¡Vaya! ¿Me suelta usted o no?

Desprendiéndose de un salto de la levita, que quedó en manos del judío, el Truhán se apoderó de la tostadera con la cual tiró un viaje tan violento al jovial caballero, que si acierta a alcanzarle, es más que probable que hubiera concluido para siempre con su jovialidad.

Merced a un salto atrás, dado con agilidad increíble en un hombre de sus años, logró esquivarle el golpe, y agarrando al propio tiempo el jarro de peltre, lo levantó con ánimo de estrellarlo contra la cabeza de su agresor. Por fortuna para éste, Bates llamó su atención lanzando un aullido espantosamente terrorífico, y el jarro destinado al Truhán, partió en busca de la cabeza de Bates.

—¿Qué demonios pasa aquí? —gritó en aquel punto una voz bronca—. ¿Quién se atreve a tirarme un jarro a la cara? ¡Gracias a que fue la cerveza y no el jarro el que me hirió, que de lo contrario, alguno lloraría lágrimas de sangre! No creía yo que un judío infernal, rico, ladrón y viejo, fuera capaz de tirar otro líquido que el agua... y ni siquiera agua, si no fuera porque la roba a la empresa que la proporciona a la ciudad. ¿Qué ocurre, Fajín? ¡Voto a...! ¡Me has manchado con cerveza la corbata!... ¡Entra tú, animal gruñón! ¿Qué haces ahí, como si te diera miedo tu maestro? ¡Entra enseguida!

El hombre que barbotaba estas palabras era un mocetón robusto, de unos treinta y cinco años de edad, que vestía levita negra de terciopelo, calzones muy manchados y deteriorados y medias de algodón gris, que encerraban un par de pantorrillas de gran diámetro... unas pantorrillas de esas que siempre parecen incompletas y sin terminar si en los tobillos no presentan unos grilletes a guisa de adorno. Cubría su cabeza un sombrero de color oscuro y rodeaba su cuello un pañuelo sucio y grasiento, con cuyas puntas limpiaba su dueño la cerveza que corría por su cara. Cuando hubo terminado esa operación, quedó al descubierto una cara de líneas rudas y barba crecida, animada por dos ojos de siniestra expresión, uno de los cuales presentaba síntomas indubitables de haber trabado recientemente estrechas relaciones con un puño.

—¡He dicho que entres!... ¿Has oído? —rugió el rufián.

Arrastrándose por el suelo, entró en la habitación un perro lanudo y muy sucio, cuya cabeza estaba llena de chirlos y descalabraduras.

—¿Por qué no entraste antes? —repuso el mocetón—. ¿Es que vas echando orgullo y ya no quieres reconocerme delante de la gente? ¡Échate ahí!

Oliver TwistDonde viven las historias. Descúbrelo ahora