Capítulo XL

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Entrevistaextraña que es la continuación del capítulo precedente


Anita había malgastado su miserable vida en las calles de Londres y en los burdeles y guaridas más inmundas de la ciudad, mas no se habían borrado aún del todo en ella los instintos femeninos; ¡tan profundamente los graba la Naturaleza en el pecho humano! Cuando llegó a sus oídos ligero rumor de pasos de una persona que se acercaba a la puerta que daba frente a la que ella franqueara momentos antes, y pensó en el extraño contraste que muy en breve iba a presenciar el reducido saloncito recibimiento, al encontrarse frente a la señorita Maylie, sintióse agobiada bajo el peso de propia vergüenza y retrocedió, considerándose sin fuerzas para soportar la presencia de la persona quien tanto y con insistencia tan extremada había deseado ver.

Pero vino el orgullo a combatir con furia esos sentimientos; el orgullo, vicio tan común a los seres más bajos y degradados como a las naturalezas más nobles y elevadas. La vil compañera de rufianes y ladrones, la que ni digna era de pisar las chozas más humildes la que clamaban las guaridas más infames la cómplice de las basuras y piltrafas de cárceles y presidios, la que vivía bordeando a todas horas el patíbulo... hasta aquel ser envilecido sintió oleadas de orgullo que le impedían revelar un destello débil d sentimientos femeninos, que pella eran debilidades, no obstan ser los vestigios que de aquéllos que, daban en su corazón, el eslabón único que la unía todavía a la raza humana, cuyas características habíanse borrado de su alma, en su mayor parte, ya cuando era muy niña.

Alzó, pues, los ojos lo suficiente para ver que tenía delante a una criatura hermosa y espiritual, y clavándolos a continuación en tierra, movió la cabeza con indiferencia afectada, y dijo:

—Es difícil empresa poder llegar hasta usted, señorita. Si yo, dándome por ofendida, como hubieran hecho tantas otras en mi lugar, me hubiera ido, usted lo habría lamentado, y con razón sobrada por cierto.

—Si alguien en esta casa le ha inferido algún agravio, crea usted que de veras lo deploro —contestó Rosa. Ruego a usted que lo olvide y que me diga qué es lo que de mí desea, pues soy la persona por quien usted preguntó.

La dulzura con que Rosa contestó sus palabras, la voz musical, la afabilidad de expresión, la ausencia absoluta de orgullo y de desagrado, de tal suerte sorprendieron a Anita, que rompió a llorar.

—¡Ay, señorita, señorita! exclamó, ocultando el rostro entre sus manos—. ¡Si abundaran más los ángeles como usted, a buen seguro que escasearían mucho los demonios como yo! ...

—Siéntese —repuso Rosa—. Me aflige usted extraordinariamente—. Si la pobreza, la miseria se han cebado en usted, tendré un placer especial socorriéndola en lo que pueda; pero tenga la bondad de sentarse.

—Permítame que continúe en pie, señorita —replicó Anita sin cesar de llorar—, y no me hable con tanta dulzura hasta que me conozca mejor. Se hace tarde... ¿Está... está cerrada esa puerta?

—Sí —contestó Rosa, retrocediendo algunos pasos, como si deseara encontrarse más cerca de los habitantes de la casa para el caso en que pudiera necesitar pedir socorro—. ¿Por qué?

—Porque voy a poner en manos de usted mi vida y la de muchos otros. Soy la mujer que llevó a viva fuerza a Oliver a la casa del judío Fajín la noche que el muchacho salió de la casa de Pentonville.

—¡Usted! —exclamó Rosa.

—Yo, señorita. Soy una de esas criaturas infames, de las cuales acaso haya usted oído hablar, que viven entre ladrones y asesinos y que no recuerdan haber conocido otra existencia ni oído otro lenguaje que el de aquellos miserables. ¡Tenga Dios piedad de mí! ¡No le importe a usted demostrarme abiertamente y con franqueza el horror que le inspiro, señorita! ¡Menos años tengo de los que usted supone, de los que aparento, pero estoy muy acostumbrada a ser para las personas honradas objeto de horror! ¡Hasta las Mujeres más pobres retroceden o se apartan cuando conmigo se cruzan en la calle!

Oliver TwistDonde viven las historias. Descúbrelo ahora