Capítulo XXI

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La expedición


Pocos encantos ofrecía la mañana a los dos madrugadores. Negros nubarrones obscurecían el firmamento amenazando tormenta, el viento soplaba con furia y llovía torrencialmente. La lluvia, que debía datar de muchas horas, había inundado las calles y convertido en mares los caminos.

Débiles resplandores anunciaban por Oriente la proximidad del día, pero lejos de tender a disminuir la tristeza lúgubre de la escena, contribuían a hacerla más sombría, pues aquéllos tenían intensidad lumínica bastante para debilitar la de los faroles públicos y no para inocular un átomo de vida al ambiente y menos para iluminar los húmedos tejados y las calles solitarias. Ni un alma se veía por aquel distrito de la ciudad. Todas las puertas y ventanas estaban herméticamente cerradas, el reposo era absoluto, el silencio completo.

Cuando Sikes y Oliver llegaron al camino llamado Bethnal Green, el amanecer se había declarado abiertamente.

Gran parte de los faroles del alumbrado estaban apagados, algunos carros rodaban perezosamente en dirección a Londres y de vez en cuando, pasaba saltando sobre los baches del camino una diligencia, cubierta de fango, cuyo mayoral dispara a una lluvia de imprecaciones sobre el carrero que, por no haberle cedido a tiempo la derecha, sería causa de que llegase a su destino con un cuarto de minuto de retraso. Estaban ya abiertas las tabernas, en cuyo interior lucían los mecheros de gas, poco a poco se iban abriendo las demás tiendas y gradualmente salían a la calle algunas personas. Grupos nutridos de obreros se dirigían a sus fábricas, y no tardaron en aparecer hombres y mujeres llevando sobre sus cabezas anchas canastas llenas de pescado, carretas cargadas de hortalizas tiradas por borricos, vehículos portadores de ganado vivo o de carne muerta, lecheras portadoras de enormes cántaros del rico líquido, y al fin compactas muchedumbres conduciendo víveres y provisiones de toda clase a los suburbios orientales de la ciudad.

Cuando el bandido y Oliver llegaron a las inmediaciones de la City, el ruido y el movimiento ensordecían y mareaban, y al enfilar las calles situadas entre Shoreditch y Smithfield, la algarabía era atronadora. Era día claro y la mitad de los habitantes de Londres habían dado comienzo a las faenas diarias.

Después de dejar a sus espaldas las calles del Sol y de la Corona y de atravesar la plaza de Finsbury, Sikes entró en la parte conocida por Barbacana pasando por la calle de Chiswell, y luego tomando por Long Lane, llegó a Smithfield, que era la fuente de la horrible algarabía de ruidos discordantes que tanta sorpresa y temor produjeron a Oliver.

Era día de mercado. El suelo desaparecía bajo una capa de inmundo y mal oliente fango en la que se hundían los pies humanos hasta el tobillo, y la atmósfera era mezcla negruzca formada por los vapores que constantemente brotaban de los cuerpos de los animales y la neblina que semejaba fúnebre cortina tendida sobre las chimeneas que coronaban los edificios. Todos los corrales situados en el centro de aquella dilatada explanada y muchos otros instalados con carácter provisional en los huecos vacantes estaban atestados de carneros, y a uno y otro lado de los mismos, en hileras interminables, veíanse bueyes y reses de toda clase formadas en filas de a cuatro en fondo. Lugareños, campesinos, carniceros, carreros, arrieros, muchachos, ladrones, raterillos, ociosos y vagabundos de toda clase se mezclaban, confundían y apelmazaban en revuelta masa. Los silbidos de los carreros, los ladridos de los perros, los bramidos y mugidos de los bueyes, los balidos de las ovejas, los chillidos y gruñidos de los puercos, los gritos de los cocheros, los juramentos, blasfemias y vocerío que se alzaban por todas partes, el repicar de las campanas y el estruendo que se alzaba en las tabernas, los apretones y encontronazos de aquella masa humana que se apretujaba y revolvía semejante a alborotado mar, el horrible desconcierto de alaridos que llenaba los ámbitos todos del inmenso mercado y el tropel de hombres y mujeres astrosos, escuálidos, sucios, sin afeitar los primeros y sin peinar las segundas, que se arremolinaban codeándose sin piedad, eran más que bastantes para aturdir y desconcertar al hombre de ánimo más sereno.

Oliver TwistDonde viven las historias. Descúbrelo ahora