Capítulo XLVIII

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Fuga de Sikes


Fue el que dejamos reseñado en el capítulo anterior el más horrendo de los delitos que, a favor de las tinieblas de la noche, se habían cometido dentro del vasto recinto de Londres; fue, entre todas las hazañas rufianescas cuyo vaho nauseabundo emponzoñó el suave ambiente de la mañana, la más cobarde y cruel.

El astro rey, que no sólo trae consigo la luz, sino también vida nueva, esperanza nueva y energía nueva al hombre, alzóse sobre la ciudad envolviéndola en hermosas nubes de gloria radiante. Sus rayos luminosos lo mismo penetraron a través de los costosos cristales de delicados colores que por los amarillentos vidrios remendados con papel, lo mismo inundaron los ventanales de las soberbias cúpulas de las catedrales que las grietas de las casuchas cuarteadas.

También iluminó la estancia en cuyo piso yacía el cadáver de la mujer asesinada. Bien hubiera querido el bárbaro matador cerrarle paso, desterrar la claridad de la escena de su crimen, pero pese a sus esfuerzos, la luz penetró a torrentes... ¡Espantosa era la escena la incierta luz del crepúsculo matutino, pero infinitamente más cuando el sol la bañaba con sus radiantes resplandores!

No se había movido Sikes; el terror le tenía como yerto. A sus oídos había llegado un quejido lastimero, sus ojos vieron que su víctima movía una mano, y su rabia acrecentada por el terror, le impulsó a herir, a herir y una y otra vez. Echó una colcha sobre el cadáver... ¡Peor... mucho peor!... ¡Más terrible era representarse, ver con la imaginación los ojos de la víctima vueltos hacia él, que contemplarlos fijos, clavados en el techo, cual si mirasen en éste la imagen del mar de sangre que reflejaban los rayos del sol! El asesino tiró de la colcha... Allí estaba el cadáver... carne y sangre, nada más... ¡pero qué carne, qué sangre!

Encendió fuego y arrojó a él garrote. En el extremo de éste había pegados algunos cabellos, que chisporrotearon al convertirse en cenizas y subieron describiendo espirales por la chimenea al tomarlo entre sus alas una ráfaga de aire. Hasta este detalle, con ser tan insignificante, aterró al asesino, no obstante su barbarie, bien que su terror no le impidió mantener el arma hasta que la vio reducida a carbones, primero, y últimamente a cenizas. Se lavó entonces, cepilló su traje, pero como hubiera en éste manchas que era imposible hacer desaparecer, cortó el paño y lo arrojó al fuego... ¡Ah! ¡Las manchas que observara en el vestido inundaban la habitación! ¡Hasta las patas del perro estaban tintas en sangre!

Durante todo ese tiempo, el asesino no había vuelto la espalda al, cadáver... ¡no! ¡Ni por un instante! Cuando hubo terminado sus preparativos, dirigióse a la puerta, pero retrocediendo, sin perder de vista a su víctima y arrastrando consigo al perro, temeroso de manchar de nuevo sus pies y llevar consigo hasta la calle nuevas huellas del horrendo crimen cometido. Entornó sin hacer ruido la puerta de la calle, dio doble vuelta a la llave, y abandonó la casa.

Cruzó la calle y desde la acera opuesta alzó los ojos hasta la ventana a fin de asegurarse de que nada se veía desde fuera. Continuaba corrida la cortina que Anita había querido descorrer para dar entrada a la luz que nunca más debían ver sus ojos... ¡Junto a la cortina estaba el cadáver!... ¡Él lo sabía perfectamente!... ¡Oh, Dios! ¡Cómo inundarían aquel sitio los rayos del sol!

El examen no duró más que un instante. Algo más tranquilo al verse fuera del teatro de su villana acción, silbó al perro y se alejó caminando con rapidez.

Cruzó por Islington, subió a la colina de Highgate que sirve de asiento a la estatua erigida en honor de Wellington, descendió de nuevo, caminando a la ventura y sin saber adónde dirigirse, torció a la derecha casi en los comienzos del descenso y, tomando un sendero que atravesaba los campos, bordeó el bosque de Caen y llegó a Hampstead Heath. Cruzando la hondonada por el Valle de Health, subió por el repecho opuesto y, atravesando el camino que pone en comunicación a Hampstead, con Highgate, prosiguió la marcha por los campos de North End, en uno de los cuales se tendió al abrigo de un seto y se durmió.

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