Capítulo XLI

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Hace nuevos descubrimientos y demuestra que las sorpresas, lo mismo que las desgracias, rara vez vienen solas


A decir verdad, la situación de Rosa no dejaba de ser difícil y complicada. A la par que sentía un deseo ardiente, un anhelo irresistible de rasgar el velo misterioso que envolvía la historia de Oliver, no podía menos de guardar religiosamente el secreto que aquella desventurada mujer, con la cual acababa de hablar, había confiado a su inocente y cándida buena fe. Tanto las palabras como la expresión de Anita habían conmovido profundamente el corazón de Rosa y mezclado al cariño tierno y sin límites que a su joven protegido profesaba, anhelos vivísimos de atraer al arrepentimiento y a la esperanza a aquella desgraciada.

La familia Maylie tenía resuelto no detenerse en Londres más que tres días, pasados los cuales emprendían la marcha hacia un lugar de la costa, bastante distante, donde pasarían algunas semanas. Anita se había presentado en la noche del primer día de estancia en la capital de Inglaterra. ¿Qué resoluciones podía tomar Rosa en el breve espacio de cuarenta y ocho horas? Y si en ese lapso de tiempo no las tomaba, ¿sería posible diferir el viaje sin excitar sospechas?

Con la familia Maylie estaba el señor Losberne, quien debía continuar acompañando a las señoras en los dos días siguientes; pero Rosa conocía perfectamente el temperamento impetuoso de aquel caballero excelente y preveía la terrible explosión de cólera que en el primer momento estallaría en el corazón del buen doctor contra la mujer que fue instrumento principal de los que por segunda vez se apoderaron de la persona de Oliver, para confiarle el secreto e inclinarle en favor de la culpable, sobre todo, careciendo de otra persona de experiencia que la auxiliase en la empresa y secundase sus esfuerzos. Estas consideraciones eran motivos más que suficientes para disuadirla de poner en autos a la señora Maylie, cuyo impulso primero la llevaría infaliblemente a tratar el asunto con el buen doctor. En cuanto a recurrir a los consejos de cualquier abogado, aun suponiendo que Rosa supiera cómo hacerlo no había ni que pensarlo, por las mismas causas. Brotó en su mente la idea de asesorarse de Enrique; pero esa idea despertó el recuerdo de su última despedida, y creyó poco en armonía con su dignidad llamarle cuando... ¡sus ojos se arrasaron en lágrimas al pensar en ello! Quizá habría aquél aprendido a olvidarla y a ser feliz sin ella.

Fluctuando en el agitado mar de pensamientos tan opuestos, adoptando ahora una solución para desecharla como imposible segundos más tarde, aventurándose ora en un rumbo, ora en otro contrario, Rosa pasó la noche sin conciliar el sueño, presa de horrible inquietud. Al día siguiente, después de mucho reflexionar, y no sabiendo qué hacer, decidió consultar a Enrique.

—¡Si a él le es penoso volver aquí –pensó—, mil veces más me lo será a mí! ¿Pero querrá venir? ¡Acaso no!... Escribirá, o vendrá en persona, pero esquivará cuidadosamente mi encuentro. Ya lo hizo cuando se fue... Nunca lo hubiera yo creído, pero así fue... ¡y probablemente sería preferible para ambos!

Rosa dejó caer la pluma y volvió la cabeza, cual si no quisiera que fuera testigo de sus lágrimas ni el papel que debía ser mensajero de sus deseos.

Había tomado y dejado la pluma cincuenta veces y meditado y vuelto a meditar la primera línea de la carta sin escribir ni la primera palabra, cuando Oliver, que había estado paseando por las calles de Londres, llevando por guardián a Giles, penetró en la estancia tan agitado, tan sin aliento, con tal prisa, que fácil era ver que traía a la angelical Rosa alguna sorpresa desagradable.

—¿Qué pasa? —preguntó Rosa, saliendo a su encuentro—. ¿Cómo vienes tan arrebatado?

—Casi no lo sé, aunque comprendo que me ahogo, que me falta aire para respirar —contestó Oliver—. ¡Oh, Dios santo! ¡Cuando pienso que al fin voy a tener la dicha de verle, y que ustedes podrán convencerse de que les dije la verdad, y nada más que la verdad!

Oliver TwistDonde viven las historias. Descúbrelo ahora