Capítulo XXVI

56 8 1
                                    

Se presenta en escena un personaje misterioso y ocurren muchas cosas relacionadas íntimamente con esta historia


El judío ganó la esquina de la calle antes de reponerse de la emoción que le produjeron las noticias de Tomás Crackit. Descompuesto, presa de terrible agitación interior y exterior, en vez de acortar el paso caminaba cada vez con más prisa cuando un coche lanzado a galo lo hubiera atropellado sin remedio si los gritos de los transeúntes, que le avisaron a tiempo del peligro, le hubieran detenido en la acera. Evitando en lo posible el paso por las calles principales y siguiendo callejas y solitarios pasadizos, llegó al fin a Snow-Hill, donde aún apresuró más la marcha, que no fue normal hasta que Fajín se encontró en sitio que sin duda consideró como su elemento, puesto que se vio que recobraba la ecuanimidad de ánimo.

Próximo al punto de donde arrancan las Snow-Hill y Holborn Hill y a mano derecha saliendo de la ciudad, cruza una callejuela sucia y triste que termina en Saffron-Hill Sus asquerosos tenduchos ofrece para la venta pilas enormes de pañuelos de seda usados, de todas formas y tamaños, pues allí residen los traficantes que los compran a los rateros. Centenares de esos pañuelos penden de las pértigas sujetas a las ventanas o empotradas en la pare sobre las puertas. No obstante los reducidos límites de la Field Lane, cuenta con su barbería, su café, su cervecería y su taberna. Es una colonia comercial con vida propia, el emporio de los géneros robados, donde todos los días al amanecer y al atardecer acuden mercaderes silenciosos que tratan sus negocios en obscuras trastiendas y se van tan sigilosa y misteriosamente como han llegado. Allí el traficante en ropas hechas, el zapatero de viejo y el trapero exponen sus géneros que son a manera de invitaciones al robo, mientras en húmedos y tétricos sótanos se enmohecen y pudren montones de hierro viejo y de huesos, mezclados con piezas de telas de lana o de algodón.

Tal era el lugar en el cual acababa de entrar el judío. Mucho debían conocerle los sucios moradores de aquel mercado hediondo, pues ni uno solo de los que se encontraban en el umbral de las puertas, fuera vendedor, fuera comprador, dejaba de saludarle familiarmente al pasar de viva voz o con una inclinación de cabeza. Fajín contestaba los saludos en la forma misma que le eran dirigidos, pero no se detuvo hasta llegar al extremo, donde dirigió la palabra a un mercader de baja altura que había colocado en una silla de niño la parte de su persona de que aquélla era capaz, y fumaba una pipa frente a la puerta de su casa.

—La verdad es, señor Fajín, que con verle a usted basta y sobra para curarse de la oftalmía —dijo el honrado mercader, respondiendo al saludo del no menos honrado judío.

—Había en la vecindad una temperatura excesivamente alta, Lively —dijo Fajín, enarcando las cejas y cruzando las manos a su espalda.

—Dos o tres quejas de esa clase han llegado a mis oídos; pero ya se refrescará pronto, ¿no le parece, Fajín?

Contestó Fajín con un gesto de asentimiento, y extendiendo a continuación un brazo hacia Saffron-Hill, preguntó:

—¿Hay alguien allí?

—¿En Los Lisiados?

—Sí.

—Espere usted... déjeme que haga memoria... Sí, que yo sepa, han entrado media docena; pero no creo que entre ellos esté su amigo.

—¿No está allí Sikes? —inquirió el judío con desaliento.

—Non est inventus, como dicen los letrados —contestó el hombrecillo, moviendo la cabeza—. ¿Trae usted algo que pueda convenirme?

—Nada —contestó el judío, girando sobre sus talones.

—¿Va usted a Los Lisiados, Fajín? —gritó el mercader—. Si me espera un momento le acompaño.

Oliver TwistDonde viven las historias. Descúbrelo ahora