Me despedí de mi abuelo y salí del coche.
Caminé hacia la puerta del instituto, al llegar suspiré. Abrí la puerta y cogí fuerzas para que la avalancha de gente no acabara conmigo un día más. Uno de los inconvenientes de ser invisible.
Al entrar, toda la muchedumbre estaba circulando por los diferentes pasillos del centro como si de una autopista se tratase, aunque eso no significaba que fuese de forma ordenada. La primera hora siempre era un caos.
Intenté no chocarme con nadie. Si eso pasaba era sinónimo de problemas y lo menos que quería era que mi papel de extraña fuera más conocido. El ser invisible no estaba tan mal en ese sentido; nunca estabas metida en los típicos malentendidos adolescentes. Sinceramente, agradecía no ser el centro de atención.
Anduve entre la gente pensando en Robin y porqué llevaba días sin venir cuando mi despiste me pasó factura.
Aterrizé en el suelo y mi libro de literatura calló conmigo, dejando por todos lados apuntes y algunos de mis dibujos. Me dispuse a recogerlos rápidamente hasta que la persona con quien me había estampado comenzó a ayudarme; un chico nuevo que jamás había visto.
- No hace falta que me ayudes, quedarás fatal delante de los demás. - le dije apurándome.
- Tranquila, no me desagrada la chica de los cuervos. - contestó.
Le miré sorprendida. Vaya, conocía mi mote.
Él me miró y clavó su mirada oscura en mis ojos. Tenía los ojos negros, me recordaron a las pequeñas piedras de jaspe negro que me traían algunos de los cuervos, y su pelo... era tan oscuro y brillante como las plumas de... ¿Robin?
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