Empecemo con ehto

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Estaban presos ahí los monos, nada menos que ellos, mona y mono; bien, mono ymono, los dos, en su jaula, todavía sin desesperación, sin desesperarse del todo, consus pasos de extremo a extremo, detenidos pero en movimiento, atrapados por laescala zoológica como si alguien, los demás, la humanidad, impiadosamente ya noquisiera ocuparse de su asunto, de ese asunto de ser monos, del que por otra parteellos tampoco querían enterarse, monos al fin, o no sabían ni querían, presos encualquier sentido que se los mirara, enjaulados dentro del cajón de altas rejas de dospisos, dentro del traje azul de paño y la escarapela brillante encima de la cabeza,dentro de su ir y venir sin amaestramiento, natural, sin embargo fijo, que no acertabaa dar el paso que pudiera hacerlos salir de la interespecie donde se movían,caminaban, copulaban, crueles y sin memoria, mona y mono dentro del Paraíso,idénticos, de la misma pelambre y del mismo sexo, pero mono y mona, encarcelados,jodidos. La cabeza hábil y cuidadosamente recostada sobre la oreja izquierda, encimade la plancha horizontal que servía para cerrar el angosto postigo, Polonio los mirabadesde lo alto con el ojo derecho clavado hacia la nariz en tajante línea oblicua, cómoiban de un lado para otro dentro del cajón, con el manojo de llaves que salía pordebajo de la chaqueta de paño azul y golpeaba contra el muslo al balanceo de cadapaso. Uno primero y otro después, los dos monos vistos, tomados desde arriba delsegundo piso por aquella cabeza que no podía disponer sino de un solo ojo paramirarlos, la cabeza sobre la charola de Salomé, fuera del postigo, la cabeza parlantede las ferias, desprendida del tronco —igual que en las ferias, la cabeza que adivina elporvenir y declama versos, la cabeza del Bautista, sólo que aquí horizontal, recostadasobre la oreja—, que no dejaba mirar nada de allá abajo al ojo izquierdo, únicamentela superficie de hierro de la plancha con que el postigo se cierra, mientras ellos, en elcajón, se entrecruzaban al ir de un lado para otro y la cabeza parlante, insultante, conuna entonación larga y lenta, llorosa, cínica, arrastrando las vocales en el ondular dealgo como una melodía de alternos acentos contrastados, los mandaba a chingar a sumadre cada vez que uno y otro incidía dentro del plano visual del ojo libre. «Esosputos monos hijos de su pinche madre». Estaban presos. Más presos que Polonio, máspresos que Albino, más presos que El Carajo. Durante algunos segundos el cajónrectangular quedaba vacío, como si ahí no hubiera monos, al ir y venir de cada uno deellos, cuyos pasos los habían llevado, en sentido opuesto, a los extremos de su jaula,treinta metros más o menos, sesenta de ida y vuelta, y aquel espacio virgen,adimensional, se convertía en el territorio soberano, inalienable, del ojo derecho,terco, que vigilaba milímetro a milímetro todo cuanto pudiera acontecer en esta partede la Crujía. Monos, archimonos, estúpidos, viles e inocentes, con la inocencia de unaputa de diez años de edad. Tan estúpidos como para no darse cuenta de que los presoseran ellos y no nadie más, con todo y sus madres y sus hijos y los padres de suspadres. Se sabían hechos para vigilar, espiar y mirar en su derredor, con el fin de quenadie pudiera salir de sus manos, ni de aquella ciudad y aquellas calles con rejas,estas barras multiplicadas por todas partes, estos rincones, y su cara estúpida era nada

 Se sabían hechos para vigilar, espiar y mirar en su derredor, con el fin de quenadie pudiera salir de sus manos, ni de aquella ciudad y aquellas calles con rejas,estas barras multiplicadas por todas partes, estos rincones, y su cara estúpida era ...

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