II

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más la forma de cierta nostalgia imprecisa acerca de otras facultades imposibles deejercer por ellos, cierto tartamudeo del alma, los rostros de mico, en el fondo másbien tristes por una pérdida irreparable e ignorada, cubiertos de ojos de la cabeza alos pies, una malla de ojos por todo el cuerpo, un río de pupilas recorriéndoles cadaparte, la nuca, el cuello, los brazos, el tórax, los güevos, decían y pensaban ellos quepara comer y para que comieran en sus hogares donde la familia de monos bailaba,chillaba, los niños y las niñas y la mujer, peludos por dentro, con las veinticuatrolargas horas de tener ahí al mono en casa, después de las veinticuatro horas de suturno en la Preventiva, tirado en la cama, sucio y pegajoso, con los billetes de losínfimos sobornos, llenos de mugre, encima de la mesita de noche, que tampoco salíannunca de la cárcel, infames, presos dentro de una circulación sin fin, billetes demono, que la mujer restiraba y planchaba en la palma, largamente, terriblemente sindarse cuenta. Todo era un no darse cuenta de nada. De la vida. Sin darse cuentaestaban ahí dentro de su cajón, marido y mujer, marido y marido, mujer e hijos, padrey padre, hijos y padres, monos aterrados y universales. El Carajo suplicaba mirarlosél también por el postigo. Polonio pensó todo lo odioso que era tener ahí a El Carajoigualmente encerrado, apandado en la celda. «¡Pero si no puedes, güey...!». Lamisma voz de cadencias largas, indolentes, con las que insultaba a los celadores delcajón, una voz, empero, impersonal, que todos usaban como un sello propio, en que,a ciegas o a oscuras, no se les distinguiría unos de los otros sino nada más por elhecho de que era la forma de voz con la que expresaban la comodidad, lacomplacencia y cierta noción jerárquica de la casta orgullosa, inconsciente y gratuitade ser hampones; Claro que no podía. No a causa del meticuloso trabajo de introducirla cabeza por el postigo y colocarla, ladeada, con ese estorbo de las orejas al pasar,sobre la plancha, sobre la bandeja de Salomé, sino porque a El Carajo precisamentele faltaba el ojo derecho, y con sólo el izquierdo no vería entonces sino nada más lasuperficie de hierro, próxima, áspera, rugosa, pues por eso lo apodaban El Carajo, yaque valía un reverendo carajo para todo, no servía para un carajo, con su ojo tuerto, lapierna tullida y los temblores con que se arrastraba de aquí para allá, sin dignidad,famoso en toda la Preventiva por la costumbre que tenía de cortarse las venas cadavez que estaba en el apando, los antebrazos cubiertos de cicatrices escalonadas unatras de otra igual que en el diapasón de una guitarra, como si estuviera desesperadoen absoluto —pero no, pues nunca se mataba—, abandonado hasta lo último,hundido, siempre en el límite, sin importarle nada de su persona, de ese cuerpo queparecía no pertenecerle, pero del que disfrutaba, se resguardaba, se escondía,apropiándoselo encarnizadamente, con el más apremiante y ansioso de los fervores,cuando lograba poseerlo, meterse en él, acostarse en su abismo, al fondo, inundado deuna felicidad viscosa y tibia, meterse dentro de su propia raja corporal, con la drogacomo un ángel blanco y sin rostro que lo conduciría de la mano a través de los ríos dela sangre, igual que si recorriera un largo palacio sin habitaciones y sin ecos. Lamaldita y desgraciada madre que lo había parido. «¡Te digo que no puedes, güey, no

 «¡Te digo que no puedes, güey, no

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Relaciones InterpersonalesWhere stories live. Discover now