VIII

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orden, un friso, una gárgola, un ábside, una cenefa, no son sino la parte móvil decierta desesperanzada eternidad, con la que se condensa el tiempo, y donde lasmanos, los pies, las rodillas, la forma en que se mira, o un beso, una piedra, unpaisaje, al repetirse, se perciben por otros sentidos que ya no son los mismos deentonces, aunque el Pasado apenas pertenezca al minuto anterior. Cuando Mechetrasponía la primera reja hacia el patio que comunicaba con las diferentes crujías,dispuestas radialmente en torno de un corredor o redondel donde se erguía la torre devigilancia —un elevado polígono de hierro, construido para dominar desde la alturacada uno de los ángulos de la prisión entera—, todavía estaban fijos en su mente,quietos, imperturbables y atroces, los ojos de la celadora, negros y de una elocuenciamortal, como si se la hubieran quedado mirando para siempre. Polonio ya no pudosoportar por más tiempo con la cabeza incrustada en el postigo, y decidió ceder elpuesto de vigía para que Albino lo ocupara, pero al mirar de soslayo muyforzadamente hacia el interior de la celda, le pareció advertir movimientos extraños, ala vez que se daba cuenta de que El Carajo había cesado de gemir después de haberlohecho sin parar desde que recibiera el puñetazo en el estómago. Con gran cuidado ylentitud, atento, precavido, se dobló la oreja que sobresalía del marco, para retirarhacia atrás la cabeza, con la preocupación de si, entretanto, Albino no habríaterminado ya de estrangular al tullido. En realidad —pensó— no le faltaban razonespara hacerlo, pero que esperara un poco, lo matarían entre los dos en circunstanciasmás propicias y cuando la droga ya estuviera segura en sus manos, no antes ni aquídentro de la celda, pues el plan podría venirse a tierra y, lo quisieran o no, la madre deEl Carajo contaba de modo principal en todo aquello. Era cuestión de pensar biendónde y cuándo matarlo después (o despuesito, si así lo quería Albino), pero todas lascosas en su punto. En efecto, se había puesto a gemir sin detenerse, desde quePolonio le propinara el puñetazo y el puntapié, en una forma irritante, repetida,monótona, artificiosa, con la que expresaba sin embozo alguno, en todos los detalles,la monstruosa condición de su alma perversa, ruin, infame, abyecta. Los golpes nohabía sido para tanto y a más y mayores y más brutales estaba acostumbrado sucuerpo miserable, así que esta impostura del dolor, hecha tan sólo para apiadar y pararebajarse, obtenía los resultados opuestos, una especie de asco y de odio crecientes,una cólera ciega que desataba desde el fondo del corazón los más vivos deseos de quesufriera a extremos increíbles y se le infligiera algún dolor más real, más auténtico,capaz de hacerlo pedazos (y aquí un recuerdo de su infancia), igual a una tarántulamaligna, con la misma sensación que invade los sentidos cuando la araña, bajo elefecto de un ácido, se encrespa, se encoge sobre sí misma —produce, por otra parte,un ruido furioso e impotente—, se enreda entre sus propias patas, enloquecida, y sinembargo no muere, no muere, y uno quisiera aplastarla pero tampoco tiene fuerzaspara ello, no se atreve, le resulta imposible hasta casi soltarse a llorar. Gemía en untono ronco, blando, gargajeante, con el que simulaba, a ratos, un estertor lastimoso ydesvergonzado, mientras en su ojo sucio y lleno de lágrimas lograba hacer que

Relaciones InterpersonalesWhere stories live. Discover now