XIV

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reses cuando se las derriba en tierra y saben que van a morir, desató desde elprincipio en Meche y La Chata un furor enloquecido, pero diríase también jovial y,no obstante lo desquiciado de la situación, alegre. Se veían incluso más jóvenes de loque eran —pues no llegarían a los veinticinco—, unas muchachas con poco menos deveinte años, deportivas, elásticas, ágiles y gallardas al mismo tiempo que bestiales. Sehabían montado sobre el barandal del corredor con las piernas cruzadas, sujetas conlos pies cada quien a uno de los travesaños verticales, y desde tal posición, las faldaslevantadas y los muslos al descubierto, lanzaban los gritos y aullidos másinverosímiles, agitando en el aire sin cesar las manos, ya crispadas, ya en un puño, ylos brazos, parecidos a robustas y torneadas raíces de acero, sacudidos por cortas yviolentas descargas eléctricas, mientras los ojos, abiertos más allá de lo imaginable,descompuestos y enrojecidos, tenían destellos de una rabia sin límites. «Sáquenlos,sáquenlos» la palabra dividida en dos coléricas emisiones: sáquen-lós, sáquen-lós. Lamadre permanecía inmóvil en medio de las dos mujeres aferrada con ambas manos albarandal como al puente de un navío, vuelta hacia el patio y mirando de reojo, de vezen vez, hacia el postigo, en espera de ver ahí la cabeza de su hijo y no la de este otrohombre a quien no la unía afecto ni ternura alguna. La cabeza, a sus espaldas,reclamaba, apremiante, nerviosa, con asomos de histeria. «Venga el paquete, vieja»,primero conciliadora, pero en seguida agresiva dentro del sofoco de la entonacióncautelosa. «¡Venga la droga, vieja pendeja! ¡Venga el paquete, vieja jija de lachingada!». Era muy posible que la madre no escuchara en realidad. Parecía una molede piedra, apenas esculpida por el hacha de pedernal del periodo neolítico, vasta,pesada, espantosa y solemne. Su silencio tenía algo de zoológico y rupestre, como sila ausencia del órgano adecuado le impidiera emitir sonido alguno, hablar o gritar,una bestia muda de nacimiento. Únicamente lloraba y aún sus lágrimas producían elhorror de un animal desconocido en absoluto, al que se mirara por primera vez, y delque fuese imposible sentir misericordia o amor, igual que con su hijo. Las lágrimasgruesas y lentas que resbalaban por la mejilla correspondiente al viejo navajazo queiba desde la ceja al mentón, en lugar de la línea vertical seguían el curso de la cicatrizy goteaban de la punta de la barba, ajenas a los ojos, ajenas a todo llanto humano. Enel patio de la Crujía, los reclusos y sus familiares, con un aire de inaparentedistracción y como necesitados de algo que no era suyo y a lo que no podían resistir,se agrupaban poco a poco bajo las mujeres del barandal. Nadie osaba lanzar un gritoo una voz, pero de toda aquella masa salía un avispeo sordo, entre dientes, un zumbarunánime de solidaridad y de contento, del que a nadie podrían culpar los monos.Durante la visita de los familiares, el patio de la Crujía se transformaba en unestrafalario campamento, con las cobijas extendidas en el suelo y otras, sujetas a losmuros entre las puertas de cada celda, a guisa de techumbre, donde cada clan sereunía, hombro con hombro, mujeres, niños, reclusos, en una especie de agregaciónprimitiva y desamparada, de náufragos extraños unos a otros o gente que nunca habíatenido hogar y hoy ensayaba, por puro instinto, una suerte de convivencia

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Relaciones InterpersonalesWhere stories live. Discover now