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pausados, para en seguida, poco a poco, a merced del aire inmóvil, integrarse conleve y sutil cadencia en una quietud horizontal, a semejanza de la revista victoriosa dediversas formaciones militares después de una batalla. Aquí el movimiento transferíasus formas a la ondulada escritura de otros ritmos y las lentísimas espirales seconservaban largamente en su instantánea condición de ídolos borrachos y estatuassorprendidas. La voz de Albino le llegó del otro lado de la puerta de hierro, queda,confidencial, con ternura. «Ya comienza a entrar la visita». La visita. La droga. Loscuerpos del humo desleían sus contornos, se enlazaban, construían relieves yestructuras y estelas, sujetos a su propio ordenamiento —el mismo que decide elsistema de los cielos— ya puramente divinos, libres de lo humano, parte de unanaturaleza nueva y recién inventada, de la que el sol era el demiurgo, y donde lasnebulosas, apenas con un soplo de geometría, antes de toda Creación, ocupaban lalibertad de un espacio que se había formado a su propia imagen y semejanza, comoun inmenso deseo interminable que no deja de realizarse nunca y no quiere ceñirjamás sus límites a nada que pueda contenerlo, igual que Dios. Pero ahí estaba ElCarajo, un anti-Dios maltrecho, carcomido, que empezó a sacudirse con las broncasconvulsiones de una tos frenética, galopante, que lo hacía golpear con el cuerpo enforma extraña, intermitente y autónoma, con el ruido sordo y en fuga de un bongó alque le hubieran aflojado el parche, el muro del rincón en que se apoyaba. Parecía unendemoniado con el ojo de buitre colérico al que asomaba la asfixia. Las líneas, lasespirales, los caracoles, las estatuas y los dioses enloquecieron, huyeron, dispersos yresquebrajados por las trepidaciones de la tos. Le faltaba un pulmón y a la mejorAlbino habría apoyado la rodilla con demasiada fuerza contra su pecho cuando,momentos antes, tratara de estrangularlo. Era un verdadero estorbo este tullido. Congran esfuerzo Albino sacó la mano por el postigo, pegada al rostro y encima de lanariz, con el propósito de estar listo a recibir la droga en el momento en que lasmujeres se aproximaran a la puerta de la celda. De pronto una espantosa rabia le cególa vista: esa pequeña costra húmeda, no endurecida todavía, el pus, el pus de la heridaabierta de El Carajo que éste le dejara adherido a la mano durante el forcejeo y queAlbino estuvo a punto de untarse en los labios. Cerró los ojos mientras temblaba conun tintineo de la cabeza sobre la plancha de hierro, a causa de la violencia bestial conque tenía apretados los dientes. Estaba decidido a matarlo, decidido con todas laspotencias de su alma. Abrió los párpados para mirar otra vez. No tardaría encomenzar el desfile de los familiares, pues las dos puertas del cajón, una frente a laotra en cada reja, ya estaban sin candado, para permitirles la entrada. Ellas nollegarían juntas, sino a distancia, confundidas entre las visitas. Albino conjeturabaacerca de cuál sería la primera en aparecer, si La Chata, la madre o Mercedes, Meche,con su bello cuerpo, con sus hombros, con sus piernas, alada, incitante. (Pero comoque la evocación de Meche en las circunstancias de este momento, se distorsionaba ainflujo de nuevos factores, inciertos y llenos de contradicciones, que añadían alrecuerdo una atmósfera distinta, un toque original y extraño: Meche vendría de pasar

Relaciones InterpersonalesWhere stories live. Discover now