Décima parte

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Los días corrían detrás de la vida de Nicolás, éste, sin embargo, no se detenía a remediar errores ni a ver pasados sin futuro. Estaba cumpliendo su objetivo: vivir. Vivir. Dejar huella, no en el mundo, sino en el corazón de quienes amaba. De las únicas dos personas en todo el inmenso mundo que lo rodeaba y que latía al ritmo de las olas del mar. Había tenido un día excelente, en compañía de Robbers, hasta...

    Al entrar Nicolás a su casa, su madre lo estaba esperando. La cara parecía tener malas noticias, o al menos, eso se le podía leer a la mujer en la mirada. Estaba pálida como si acabara de ver a un muerto y le hayan quitado el aliento. Las ojeras de Helena sobresaltaban, y la voz rota lo dijo todo.

    —Abraham ha vuelto, y está aquí.

    Helena tragó saliva. Nicolás dejó caer las pastillas que estaba por tomarse. Nicolás no podía creerlo, aquel hombre que nunca llegó a conocer estaba tan cerca que podía oler el aroma del peligro.

    —Quiere verte —le dijo Helena.

    —En qué mundo vive ese bastardo —le respondió enojado Nicolás, su tono de voz era tan exigente que se le notaba en su expresión facial.

    —Dice estar arrepentido de habernos dejado y quiere pedirte una disculpa. Mira, hijo. No quiero que hagas algo que no quieres, míralo desde este punto: perdonarlo representará que, cuando te vayas —el tono con el que pronunció aquellas últimas palabras sonó desgarrador—, no dejes pendientes en este mundo.

    —Me molesta que regrese como si nada haya pasado. Él muy bien sabe que no solamente a mí me hizo daño, sino a ti. Yo creo que el mayor daño te lo generó a ti, mamá. A quien debe pedirle perdón y si es posible ponerse de rodillas y besarle los pies, es a ti.

    Maldito, resopló entre dientes. Para entonces Nicolás ya estaba gritando, la simple idea de que aquel hombre haya regresado le parecía sorprendente e indignante. No podía soportar tanta hipocresía, algo se traía en manos.

    Nicolás no tenía intenciones de conocerlo, si bien, no le interesó conocer su rostro mientras crecía, mucho menos lo estaba ahora que estaba por morir. El sonido de la suela de los zapatos que provenían de la cocina hacia donde estaban provocó que Nicolás se diera vuelta, y fue ahí donde lo conoció. Conoció a su padre. Si podía decirse así. Era alto, de tez morena y unos ojos parecidos a los de Nicolás. Tenían similitudes físicas, pero por dentro, el mundo de Abraham era sombrío y escalofriante. La mirada era como las personas que había conocido: Nicolás podía leer la mirada de las personas, y la de aquel hombre provocó en él una sensación de asco y repugnancia.

    —Hola, hijo.

    Al hombre, incluso, le daba pena llamarle así. Porque no era su hijo, a un hijo nunca se le abandona y el huyó como un cobarde cuando se enteró de toda la desgracia. No tuvo contacto con Helena en todo aquel tiempo, ni siquiera pagó manutención ni se hizo cargo de ayudarle siquiera en la medicación. Ella estaba molesta y quería que se fuera de casa, pero Helena creía conveniente que ellos dos debían platicar siquiera una vez en la vida, para siquiera conocerse y si Nicolás lo perdonaba, ella también estaría un poco más tranquila al saber que su hijo no se fue con remordimientos.

    —No me llame así.

    Abraham dio dos pasos hacia él, Nicolás retrocedió dos pasos lejos de él. El día de Nicolás había sido perfecto, hasta que apareció ese desconocido. Nicolás no tenía ningún tipo de sentimientos hacia él, ni siquiera de odio, solamente no quería saber nada de él, eso era todo. Si él pretendía que Nicolás le dijera que lo perdonaba, estaba muy equivocado. El remordimiento hizo que los buscara en el mismo lugar donde le había prometido a Helena amor eterno y que, ninguna fuerza mayor, haría que se fuera al lado de ella.

La mirada del lagoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora