CAPÍTULO III

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Edward empezó a abrir los ojos, veía borroso por no haber tenido contacto visual con la luz en largo rato, pero muy pronto todo empezó a adquirir nitidez y descubrió que se encontraba tirado en un campo de girasoles. Estaba acostado boca arriba y al apreciar el color del cielo supo que estaba por amanecer.

Intentó levantarse pero tenía el cuerpo adolorido, así que se recostó sobre su brazo derecho. Él ya había notado que los girasoles que lo rodeaban –y que se balanceaban suavemente por la brisa– eran muy altos; atribuyó esa cualidad al hecho de que se encontraba a ras del suelo.

Aunque estaba confundido y no recordaba nada de lo que había pasado igual trató de concentrarse y reunir fuerzas para levantarse. En eso estaba cuando un ruido lo paralizó por completo, ¡era el sonido de alguien acercándose!

Edward se sobresaltó, por un instante quedó estático pero trató de prepararse para lo que fuera que viniera junto a él. El ruido no sólo se acentuó, sino que los tallos de los girasoles cercanos empezaron a moverse de manera brusca. Y lo que vio no pudo causarle más simpatía. De entre los tallos apareció una personita. Curiosamente, esta personita no superaba el tamaño de un pulgar y era una réplica exacta de Edward, es decir, un Edward en miniatura.

—¿Ey? ¿Sos vos el que hizo tanto ruido? ¡Vení! —y le tendió la mano.

El hombrecito se acercó lentamente y manteniendo su distancia, su comportamiento era similar al de un animal que se acerca desconfiado a algo con lo cual no ha tenido experiencia. Tampoco decía nada y su mirada permanecía inexpresable, pero cuanto más se acercaba parecía ser más amistoso.

—Eso es, vení, no te voy a hacer nada —siguió diciendo Edward.

El hombrecito subió a la palma de la mano del niño y él lo acercó hacia sí. La criatura permaneció sumisa y hasta desinteresada en su portador, gastó la mayor parte del tiempo en mirar para otro lado y en frotarse las manos como si fuera una mosca. Edward continuó:

—¿Qué sos, pequeño yo? ¿Podés decirme dónde estoy?

Fue entonces cuando el hombrecito demostró quién era en realidad. Lanzó un horrible alarido abriendo la boca más de lo que un ser humano normal podría. Edward se asustó al ver sus largos y afilados dientes empapados en saliva y lo único que pudo hacer fue lanzar un grito de terror. El hombrecito se aferró a la mano de Edward clavando en su piel las largas uñas de sus prolongadas falanges, también le dio un fuerte mordisco. Edward lo separó de sí con la otra mano y lo arrojó lejos; quedó respirando agitadamente.

Y sus intenciones de calmarse pasaron rápido porque, ni bien transcurrieron cinco segundos, otros hombrecitos aparecieron de entre los tallos, ¡esta vez eran muchísimos! Se acercaron corriendo y se arrojaron sobre Edward trepando por sus brazos y piernas mientras él trataba de alejarlos, pero eran tantos que eso le resultó imposible.

—¿¡Qué demonios son ustedes!? ¡Déjenme en paz!

Era en vano, ellos no escuchaban, simplemente lo atacaban con mordiscos y arañazos y emitían gruñidos guturales. Edward cayó al suelo retorciéndose y pensando que iba a morir en ese lugar.

En ese momento alguien arrojó una granada hacia él que, ni bien tocó el suelo, explotó y liberó un gas lacrimógeno que hizo que los hombrecitos perdieran las fuerzas y cayeran al suelo con convulsiones. Edward se levantó tosiendo y lagrimeando, no sabía qué hacer y tampoco podía ver nada.

—¿Hay alguien ahí? ¡Auxilio!

El gas se disipó y de entre los girasoles apareció otra persona que lo primero que hizo fue reprocharlo.

—¡¿Acaso estás loco?! ¡No tenés porqué estar acá afuera con estas bestias!

—¿Sidney? —susurró Edward pero ella no lo escuchó.

VIAJE AL CENTRO DE LA MENTEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora