Prólogo - Arco I

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Las gotas de agua caían con fiereza, sin dar tregua a las briznas de hierba del vasto jardín que rodeaba la gran edificación. El palacio lucía más lúgubre que de costumbre entre la negrura del cielo y las velas apagadas del interior. Las ráfagas de viento sacudían sin piedad el vidrio de los grandes ventanales, dando la aterradora impresión de que se romperían en cualquier momento. La servidumbre corría agitada por los pasillos transmitiendo mensajes y portando paños y recipientes con agua. Entre tanto ajetreo, el rey se hallaba inquieto, a su lado, una fémina de hebras platinadas, atadas en dos coletas bajas, le miraba con cierto temor. Resaltaban sobre su cabello lacio y blanquecino dos largas y tensas orejas de conejo, peludas y adorables, en contraste con el color moreno de su piel. Sus orbes azulados miraban la figura del máximo soberano moverse sin descanso. Sujetaba con sus manos, cubiertas con elegantes guantes de cuero negro, la falda rojiza que, acompañada de su abrigo de cola negro con botones dorados, con dos bifurcaciones frontales y dos traseras, le daban un aspecto formal y elegante. Su pequeña y esponjosa cola estaba tan tensa como sus orejas y juraría que de intentar dar un paso, sus piernas temblorosas sucumbirían bajo su peso y caería al suelo irremediablemente.


—¿Aún no? —preguntó el rey a uno de sus subordinados, quién portaba una lanza en su mano, atento a cualquier evento no previsto que pudiese perturbar la aparente tranquilidad del lugar. El susodicho negó con algo de pena al no poder dar a su rey una mejor respuesta. Su armadura plateada con símbolos de corazones rojos tembló momentáneamente cuando el rey, de un giro brusco, prosiguió con su marcha de estrés e histeria, caminando en círculos una y otra vez sobre sus pasos al no hallar forma de contener sus nervios.

Los truenos y los constantes golpes de las gotas de lluvia contra las ventanas eran lo único que salvaba del silencio sepulcral a aquella gran sala donde dos tronos, una alfombra roja elegante y grandes candelabros cargados de velas y perlas lujosas que colgaban del alto techo. Pronto, gritos de euforia resonaron por los pasillos. Una multitud de doncellas entró precipitadamente a la gran sala, el rey se detuvo en seco, esperando las noticias nuevas. Las damas se tomaron su tiempo para calmar sus respiraciones y recobrar el aliento antes de informar. La cabecilla del grupo, una joven de largas hebras verdosas atadas en dos coletas, portando un lazo verde como accesorio. Lucía un elegante vestido a juego con su moño y cabellos, sus ojos combinaban a la perfección y su piel, sutilmente bronceada, le atribuía puntos a la elegancia de la joven. Un colgante con un trébol de tres hojas adornaba su cuerpo. La chica miró al rey, una sonrisa se asentó en su rostro a la par que asentía, casi como si adivinase lo que el rey pretendía preguntar.

—Sí, alteza. Todo ha ido bien, ha nacido sin problemas. —informó finalmente, tanto la chica de largas orejas blancas como el guardia que previamente fue cuestionado exclamaron con alegría ante aquellas palabras. Por su parte, el rey salió con prisas de aquel gran salón, recorriendo el mismo camino que las doncellas habían tomado para ir a informarle. Después de una larga caminata que le pareció el paseo más corto del mundo a tal velocidad con la que marchaba, finalmente llegó a su destino.

Se encontraba de pie frente a una gran puerta de madera, bordes dorados adornaban la misma y un enorme emblema de una pica con joyas incrustadas adornaba las tablas blancas. Del otro lado eran perceptibles los sollozos de un bebé y los pasos apresurados de algunas doncellas que aún debían de estar dentro. Aún temblando debido al reciente estrés, la mano del máximo soberano se arrimó a la puerta, llamando a esta débilmente. Los pasos cesaron, contrario a los sollozos de la criatura, que solo incrementaban conforme los truenos del exterior comenzaban a hacerse presentes. Antes de que la puerta fuese abierta, el niño se había calmado, aparentemente.

Viendo la situación desde el otro lado, el pequeño había sido depositado en las manos de su madre justamente a la par en que el rey llamaba a la puerta. El solo estar cerca de su progenitora había producido en este una calma impresionante, cesando el llanto al mismo instante en que su piel cálida y sensible rozó la de la mayor. La doncella que previamente le sostenía había quedado ligeramente atónita ante ello. Si bien era cierto que su madre era un ser que inspiraba una paz inmensa, no creía que en su propio hijo fuese un efecto inmediato. El neonato pronto cayó dormido a la par que otra doncella dejaba paso al portador de la máxima autoridad. Los ojos del susodicho inmediatamente fueron a dar con el pequeño cuerpo que descansaba en los brazos de quién le trajo al mundo. Misteriosamente, todos sus músculos se relajaron y su mente se inundó de paz, era una imagen digna de recordar, una que producía calidez en cada persona que la presenciaba. En todas, con excepción de la única persona en la habitación que parecía ser inmune a cualquier buen sentimiento humano.

Crazy Little Wonderland [Kokichi Ouma x Reader] © RoseSanae55Donde viven las historias. Descúbrelo ahora