No quiero volver.

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Como cada mañana la luz del sol que entraba por mi ventana no tardaba en despertarme, era una sensación sumamente agradable, me estiré con un ligero quejido y me levanté de un salto de la cama para ir directamente hacia el espejo. Mi cabello estaba todo alborotado así que como de costumbre cogí mi peine de plata fina para arreglarlo. Mientras terminaba de acicalarme escuchaba el alboroto que formaban mis hermanas, ¿Sobre qué estarían discutiendo esta vez?
Al acabar de vestirme bajé las escaleras y me dirigí al salón donde se encontraban estas además de mi sobrina pequeña y mi padre, estaban desayunando, bueno, tenían el desayuno intacto en la mesa, parece que la charla era más importante que desayunar.

—¡No puedes hacer eso! —Exclamó Cassandra.

—Por favor hija, reconsidéralo, es muy peligroso. —Mi padre se levantó de su asiento y cogió la diestra de mi hermana Siena.

—Padre... Es un gran descubrimiento, al fin hemos localizado la isla, debo partir, debo investigar, Ceferino en persona me ha recomendado para la expedición. —Replicó Siena mientras apartaba la mano de mi padre.

—¿Y qué hay de tu hija? ¿La vas a dejar sola? —Preguntó mi padre, no parecía preocupado por su nieta, más bien parecía chantajear emocionalmente a mi hermana.

—Ella está con mi esposo.

—¿Ese borrachuzo? ¡No tiene madera para cuidar a una Silvercross! —Padre entró en cólera y golpeó la mesa con el puño.

—Tu nieta no es una Silvercross, es una Greymist, como yo, recuerda que cedí mi apellido. —Siena se puso en pie.

—¡Tita tita no te vayas por favor! —Suplicó María, la hija de Cassandra. Se aferró a la pierna de Siena mientras sostenía una corona de flores.

Siena miró a María, no pudo evitar sonreír, la alzó en brazos y esta le puso la corona de flores a mi hermana.

—No tardaré en volver, te lo prometo, nada más volver te seguiré enseñando a usar la espada, ¿vale? —Siena besó con fuerza la mejilla de María para finalmente dejarla en el suelo.

Siena nos miró a mi hermana y a mi, no dijo nada, no hacía falta que dijese nada, su rostro lo decía todo, algo dentro de mi sabía que esta iba a ser la última vez que vería a mi hermana.
Antes de la despedida las tres nos abrazamos durante un largo periodo de tiempo.
Tras partir me apresuré en desayunar, había quedado con el Cardenal Ceferino para terminar una de sus investigaciones.

La familia Silvercross es bastante cercana al Clero de Atnam, tratamos de ayudar en todo lo posible, ya sea derrotando monstruos, dando caza a las bestias, deteniendo a los criminales o echando una mano curando a los enfermos, ese era uno de mis principales trabajos en el Clero además de ayudar al mismísimo Ceferino.

Atnam, tan llena de vida, su catedral no era la excepción, un edificio gigantesco tan impoluto que muchos creen que la limpieza es obra de la brujería. Tras cruzar la puerta principal bajé hasta el sótano. Para ser un sótano estaba bastante iluminado y sumamente limpio, sí, yo también pienso que la limpieza es alguna brujería...
Ceferino me estaba esperando delante del altar que estaba en medio del sótano.

—¿Cómo estás Helen? —Preguntó el Cardenal.

—¡Bien! Bien, bueno... Algo triste, mi hermana acaba de partir, ya sabes.

—Me alegra que Siena haya tomado la decisión correcta, ayudará a muchas personas

—¿Dónde la has enviado? —Pregunté mientras dejaba mi bolso encima de una mesa.

—No puedo decírtelo, lo siento, es por tu bien, podrían secuestrarte e intentar sacarte esa información a la fuerza.

—Siempre tratas de protegerme, Ceferino. —Sonreí.

Ceferino rebuscó entre las estanterías hasta poder encontrar un libro, la cubierta era totalmente de oro, al igual que sus páginas. El Cardenal abrió el libro, fue pasando las páginas rápidamente hasta parar en seco y apuntar con su índice.

—Aquí. —Levantó la mirada hacia mi con una expresión de júbilo en su rostro. —¿Lo has traído todo?

—Así es, me costó encontrarlo, pero sabes que soy una mujer de recursos. —Saqué de mi bolso una manzana completamente de oro y se la lancé, luego volví a introducir mi mano para acabar sacando una rama de olivo, un bote con lágrimas de un recién nacido, un matraz relleno de sangre y una Carmeltazita.

—Cualquier idiota puede invocar a un demonio pero nadie puede invocar a un ángel, al menos hasta hoy.

—¿Y qué somos nosotros Ceferino? —Pregunté guiñándole un ojo.

—Unos idiotas no.

El cardenal cogió todo lo que traje y fue colocando las cosas en el altar.
Mordió la manzana prohibida pues así lo hizo el pecado original, colocó esta en el medio del altar, prendió fuego a la rama de olivo para esparcir sus cenizas formando un círculo al rededor de la manzana, mezcló las lágrimas del recién nacido con la sangre y derramó el líquido sobre la Carmeltazita. La piedra comenzó a brillar a la par que una grieta comenzó resquebrajar el tejido de nuestra realidad, Ceferino besó la Carmeltazita y recitó un antiguo pasaje del libro.

Todo se volvió blanco, mis oídos comenzaron a zumbar, estaba aturdida, me tiré al suelo de la conmoción. Solo fueron unos segundos, pero para mi pasaron horas.
Parpadeé repetidas veces hasta recuperar totalmente mi visión, alcé la mirada, Ceferino se encontraba de pie frente a una hermosa criatura alada la cuál estaba postrada de rodillas agarrando la túnica del Cardenal, parecía que estaba llorando.

—¡No me hagáis volver! ¡Por favor! —Suplicó el ángel.

—No te entiendo. —Respondió Ceferino.

—¡No quiero volver! ¡No puedo volver al cielo por favor! —El ángel comenzó a sollozar, apretó la túnica de Ceferino y tiró de esta hacia él.

Rápidamente me levanté y corrí hacia Ceferino, pude sentir el peligro, sabía lo que esa criatura iba a hacerle a Ceferino, Atnam jamás podría afrontar esa pérdida. Empujé a Ceferino y el ángel se abalanzó sobre mi.

—¡Por favor! ¡No quiero! ¡No quiero! ¡No quiero volver al cielo! —El ángel puso sus manos sobre mi garganta para luego apretar hasta dejarme sin aliento, mis ojos se pusieron en blanco, noté como algo entró dentro de mi, sentí como mi consciencia se iba separando de mi cuerpo, estaba ascendiendo hacia una especie de luz, pero mi cuerpo, lo que antes era yo se quedó recostada en el suelo, ¿es esto a lo que llaman alma?

La luz me absorbió, ahora pude comprender las palabras del ángel.

—Ahora lo entiendo, tranquilo, no tendrás que volver, yo me encargo.

Cuentos de AtnamDonde viven las historias. Descúbrelo ahora