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      Aquello era un infierno: olía mal, era frío, estaba siempre oscuro, había demasiada humedad, no dormíamos bien y estábamos desnutridos. No sabíamos qué día era, ni qué hora; no sabíamos cuánto llevábamos allí. Al principio lo medí por las comidas, pero pronto me di cuenta de que no nos daban tres comidas al día, seguramente nos daban dos comidas de forma mal repartida, pero no teníamos ni idea. Lo único que sabíamos era que pasábamos hambre, y que estaríamos allí por un tiempo.      Allí hacia demasiado frío y había demasiado humedad como para estar en primavera, así que supuse que estábamos bajo tierra, o en alguna parte de algún almacén, o algo así, pero no tenía ni la más remota idea; y eso me ponía aun más de los nervios y me intranquilizada aún más. No podía decirle al resto que todo iría bien, porque ni yo me creía esas palabras.
      Los primeros días, cada vez que sonaba la puerta y el cascabel sonaba, no teníamos tanto miedo, pues sabíamos que venían a darnos comida. Pero a partir de la muerte de Johan, eso cambió, y cada vez que oíamos el cascabel un escalofrío nos recorría la espina dorsal. Porque por esa puerta podía aparecer en cualquier momento el asesino de ropas negras. Por suerte, eso no ocurría muy a menudo.
      Lo que nos daban de comer todos los días eran gachas: granos de avena cocido mezclado con leche; y un trozo seco de pan. No sabía mal, pero nos daban muy poco y muy pocas veces, así que no nos era suficiente. Y había días en las que nos daban un filete de pavo o albóndigas o un filete enano de panga, supongo que para que tuviésemos proteínas. También solíamos comer arroz, porque con un poco sirve para llenar el estómago; así que nos llevaban un plato de tamaño mediano, unos veinticinco centímetros de diámetro, lleno de arroz blanco para que comiésemos del mismo plato todos y nos lo repartiésemos. Siempre comíamos con las manos, nos echaban agua por encima de las manos antes de comer para que nos las limpiásemos un poco del polvo, humedad y suciedad del suelo. Al principio nos daban más comida, lo notaba porque tenía menos hambre; pero con el paso del tiempo nos daban menos, empezamos a pasar hambre de verdad. Y no había más que empezado.
El día que nos daban comida más rica en proteínas comíamos aún con más ansia, pero el problema es que todos teníamos tanta hambre que no podíamos controlarnos a comer despacio y a repartirlo entre todos.
Yo intentaba dejar comida al resto, así que intentaba comer menos, aunque tuviese la misma hambre que ellos. Por suerte la carne y el pescado eran en trozos, así que nos ponían un trozo a cada uno, o dos albóndigas pequeñas e insulsas para cada uno. Para las gachas nos daban un plato pequeño a cada uno, con un montoncito enano de gachas en el centro del plato, que daba ganas de vomitar por su pinta, pero que realmente tenían un buen sabor.
Poco a poco me di cuenta de que cada vez que el número de chicos que estábamos ahí descendía, la cantidad de arroz en el plato descendía considerablemente. Teníamos la suerte de que la carne y el pescado eran los mismos, los trozos seguían siendo igual de pequeños, menos mal que no nos redujeron el tamaño; y que las albóndigas también eran el mismo número.
      Cuando empezamos a mostrar que teníamos mucho frío, los hombres nos lanzaron un par de mantas finas para que nos tapásemos, mantas que no dudamos en utilizar. Cuando nos tiraron las mantas, estas quedaron en medio de la sala. No nos queríamos levantar, casi no nos podíamos mantener de pie. Así que me decidí separar del poco calor que mantenían nuestros cuerpos juntos para levantarme e ir a coger las mantas, que nos proporcionarían más calor e igual nos protegían de la humedad del lugar. Las mantas eran calientes, aunque no fuesen muy gordas, y tenían una capa delgada de pelo que daba calor, y nos daban comodidad.

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Esta perte es más corta, ya que es sólo una descripción. Igual, espero que os guste.
Saludos
~Mark~

DIARIO DE UN GUARDIÁNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora