Capítulo Once

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Una vez tuve un accidente de coche.

Estaba sentada en uno de los asientos de la parte de atrás, era de noche y volvíamos a casa de una fiesta de trabajo en la que habíamos bebido bastante.

Mi amiga no quiso admitirlo, pero estaba tan borracha como yo, que me estaba quedando dormida con la cabeza apoyada en la ventanilla mientras ella se las arreglaba para conducir en pleno estado de embriaguez y en mirar de la noche.

Ninguna de las dos vimos que el semáforo estaba en rojo y que no podíamos avanzar.

Tampoco vimos el coche que se estampó contra nosotras. Afortunadamente, al lado contrario en el que ambas estábamos, pero el impacto fue tan fuerte que el Citroën de mi compañera empezó a dar vueltas de campana en la carretera.

Recuerdo perfectamente la sensación que tuve: un mareo terrible, como si todo fuera a cámara lenta, como si nada fuera real.

La sensación cuando atravieso la puerta es muy similar. Está oscuro y no soy capaz de ver más allá de mi nariz, siento un mareo repentino y tropiezo varias veces por mucho que intente mantener el equilibrio. Entonces, todo se detiene y empiezo a vislumbrar luz no muy lejos de donde me encuentro.

Con paso lento y cauto, me acerco a la puerta entreabierta que hay delante de mí y, cuando la abro, una luz resplandeciente me ciega por unos segundos.

Cuando abro los ojos, he encogido de tamaño, estoy en una casa pequeña y descuidada con un suelo de madera crujiente bajo mis pies. No hay mucha luz debido a que las persianas están bajadas y las cortinas corridas. Detrás de mí, escucho el sonido de risas y un televisor.

Me cuesta desplazarme, pero consigo moverme en dirección al sonido. Atravieso el marco de una puerta que antes parecía haber en el pasillo y doy a una habitación pequeña que tiene mucha basura en el suelo. Hay dos personas sentadas en un sofá verde, manchado y descuidado. Yo conozco a esas personas.

El humo enturbia el aire que hay en la habitación, pero no es tabaco, es otra cosa más fuerte.

Una de esas personas, una mujer joven, abraza a un chico, algo más mayor que ella, con un tatuaje en la sien y el pelo rapado, que está fumando un cigarrillo mal hecho y no la hace demasiado caso, tiene los ojos enrojecidos y las pupilas dilatadas.

La mujer me mira y deja de reírse.

—¿Otra vez estás aquí?

El corazón se me acelera, tengo miedo.

—¡Vete a tu habitación, Giselle, no me obligues a llevarte!

Es Cassandra, mi madre.

Todos los recuerdos son como piezas sueltas que no logran unirse del todo en mi cabeza, son imágenes y escenarios vagos que de vez en cuando recuerdo con lagunas entre medias debido a que mi mente me obligó a bloquear algunas partes:

Mi madre me tuvo a los veinte años, una edad muy temprana para concebir. Cuando me dio a luz, le dio una depresión posparto y estuvo mucho tiempo encerrada en su habitación hasta que se dio cuenta de que estaba desperdiciando lo poco que le quedaba de juventud, y que la seguiría desperdiciando si cuidaba de mí, por lo que se dedicó a salir, se gastó todo el dinero que tenía en mejorar su cuerpo y empezó a traer a hombres a casa con un aspecto aterrador.

No lo recuerdo todo, pero yo siempre estaba sola en casa, siempre tenía hambre y nunca tenía a nadie que me abrazara. Lloraba mucho y ella siempre venía a mi habitación a regañarme o a zarandearme para que me callara.

Recuerdo que tardé mucho en ir al colegio y que tardé mucho en aprender a leer y hablar.

Todo por miedo.

Mis pies se mueven en su dirección y mis manos se alzan. Estoy enfadada, quiero gritarle todo el daño que me ha hecho, que no se merecía ser madre, que no se merecía ninguna de las cosas buenas que alguna vez le pasaron, que era su culpa que aquellos hombres se aprovecharan de ella y la hicieran daño.

Cassandra me pega una patada en cuanto ve que me acerco demasiado y que estoy empezando a balbucear.

—¡Cállate!— me grita —¡Vete a tu puta habitación!

Los ojos se me llenan de lágrimas y empiezo a llorar.

Ella quiere levantarse para pegarme o para arrastrarme a mi habitación, pero su actual novio la detiene.

—Tranquila, nena— le dice, sin saber muy bien adónde mirar —, ya se le pasará.

En cuanto veo que ese hombre le mete la mano por dentro de la blusa y empieza a manosearla, me pongo de pie y salgo corriendo con torpeza hacia el pasillo.

Presencié esa escena tantas veces... con diferentes hombres, y todos eran tan violentos y desagradables...

Paso mucho rato sentada en el suelo de mi habitación hasta que escucho que la puerta se cierra y, después, unos pies caminan por el pasillo dando zancadas, cada vez más cerca.

La puerta se abre de golpe.

—¿¡Por qué no puedes estar calladita mientras Anthony está aquí!? Te he dicho que no me molestes cuando estoy con él.

La cara de Cassandra se deforma en una especie de monstruosidad de cara derretida y dientes afilados.

El terror me invade cuando sus dedos se alargan y sus uñas se afilan, los huesos de sus piernas se deforman y su espalda se encorva hasta que se convierte en una especie de bestia aterradora sin una forma concreta. Ya no habla, solo gruñe y gime.

El corazón me va a explotar dentro del pecho, el cuerpo entero me tiembla como si la temperatura hubiera descendido hasta alcanzar un número negativo, y todo lo que me pide mi cuerpo es que salga corriendo.

Esquivo los dedos largos de lo que antes era mi progenitora y salgo corriendo por el pasillo, pero tropiezo con mis diminutos pies y gateo con rapidez hasta la habitación que se encuentra al fondo del pasillo. Con toda la fuerza que puedo, cierro la puerta y rezo por que ese monstruo no pueda abrirla mientras apoyo la espalda, esperando hacer un poco de fuerza.

Escucho los pasos acelerados, esta vez son más, y siento los golpes en la puerta mientras escucho gruñidos y gritos desgarradores de ira.

—¿Ya te has divertido bastante, Giselle?

Alzo la mirada y me encuentro con unos ojos verdes brillantes. Jason me mira desde su altura, una altura mucho más pronunciada de lo que esperaba.

Quiero hablarle, pero no salen palabras de mi boca.

—Querida, no sabes dónde te has metido— continúa.

Los golpes en la puerta se hacen más fuertes hasta que mi cuerpecito de niña de cuatro años no es capaz de contenerla y caigo de bruces al suelo. El monstruo en el que se ha convertido Cassandra ruge con fuerza y sus dedos largos y deformados, cuya piel se ha vuelto de un grisáceo que indica putrefacción, me cogen de la cabecita y me la aplastan contra el suelo.

Grito y lloro a pleno pulmón como solo haría una niña de mi edad, con una voz chillona, aguda y para nada desarrollada.

Algo me aplasta la espalda con fuerza.

No sé qué hacer.

Stockholm[Jason the toymaker]© Book 3Donde viven las historias. Descúbrelo ahora