APODO IV: versículo 9

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     La batalla naval estaba por comenzar. Y la consciencia de Fuga bailaba entre el momento presente y la vista de su hermano agonizando.

Sentía que flotaba. Por muy asentada que se encontrara en el esquife, con la mirada clavada en la mujer que dirigía desde el timón, el centro de su cuerpo perdía aplomo de forma paulatina. Tenía las manos agarrotadas por la presión que ejercía en el extremo del remo, a mitad de la segunda fila de luchadoras ancladas en sus asientos. Era por lo menos una flota de cuatrocientas mujeres, repartidas por ambos extremos del barco y los lados del casco. A los flancos de su embarcación emergían un total de seis arcas y ocho veleros de un tamaño más reducido, acordonando la embarcación principal. En el centro estaba instalada una escultura plateada con forma de tritón. Sobre su cabeza alzaba su tridente, en una posición estratégica donde la luz del sol debía incidir y provocar un haz que dividiera las aguas. De esa forma comenzaría la batalla.

El sonido del agua reverberaba a oídos de todos a modo de amenaza, asentando el conflicto que se iba a llevar a cabo. Agradecía que no estuviese Behati entre las tripulaciones enemigas. El dolor que le había causado la discusión no era mayor que la preocupación por la salud de su mentora. Había demostrado que tenía firmes deseos en recuperarse y cumplir los sueños de un padre, algo noble pero nada perspicaz.

Seguía los labios de la mujer que había tomado el mando de la nave, paseándose nerviosa por la cámara del capitán. Pero el sonido de su voz no llegaba a sus oídos. El zumbido de los quejidos del hospital era demasiado fuerte y la aletargaron, paralizando el tiempo.

No dejaban de entrar heridos en camillas y soldados enervados que se enfrentaban a los afectados del otro bando, esclavos y obreros de la ciudad que se envalentonaban con sus cabestrillos frente a sus opresores. Fuga se fijó en Prisco, con una venda que le cubría toda la cabeza salvo un par de mechones rubios y que le cruzaba el ojo derecho. Aunque al ver la hendidura y el círculo rojo, acrecentando y tornándose marrón, empapando por encima de la cuenca, imaginó que ya no ocultaría nada debajo. Su tez, que recordaba rosada y moteada de pecas por el sol, había adquirido un tono grisáceo. Los huecos de las clavículas se habían hundido. Su nariz aguileña estaba más pronunciada por sus mejillas hundidas bajo los pómulos. Y todos sus movimientos venían acompañados de un temblor.

—Fuga, —volvió a nombrar él con voz pastosa, deleitándose con su familiaridad. Parecía estar en un trance. —He obrado mal. Muchas veces. He sido un pésimo hombre y los dioses me castigan por ello. Lamento tanto vuestra ausencia, hermana. Como también lamento no haber estado para protegeros. Extraño los correteos de Claudia cuando nos buscaba a todos. Los berrinches inocentes de Flavio. Tu presencia, Fuga. La felicidad que brindabas a nuestra familia con tus dotes y cómo, aun conociendo tu condición y lo mucho que te esforzabas, nos respondías con cariño. A ti, hija de dioses.

Las manos de Fuga se dispararon en busca de las de Prisco y las agarró con fuerza. Ella tenía una expresión solemne, al igual que él. Con la diferencia de que rodaban lágrimas por su rostro, casi siempre pétreo, y se desprendían en el dorso de sus manos.

—He tomado decisiones, —continuaba Prisco, con una voz que iba apagándose —convencido de que no me perseguirían las consecuencias. He estado tan solo... tan necesitado de ser castigado por mi bien y no por cumplir para un hombre al que no le importo...

—No hables. Por favor. —suplicaba Fuga, aferrándose a los últimos latidos que notaba en su muñeca.

Prisco observó a su hermana con brillo en los ojos, totalmente inmerso en sus recuerdos. Fuga estuvo tantos años planeando todas las formas posibles de encontrarle. Gritarle. Condenarle por su indiferencia en los tiempos que servía a Lucio y lo vio atrapando a un chiquillo que apenas tendría la edad de cuando les separaron a ellos. Pero contempló a Prisco y no había atisbo de venganza ni resentimiento. Sólo pena por los años que les arrebataron, por el futuro que les robaron.

LOS APODOS DE LA ARENADonde viven las historias. Descúbrelo ahora