APODO IV: versículo 10

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     Despertó en la cama de la enfermería del Ludus. Descubrió que, a su lado, Saoirse le sostenía la mano y que Altea dormitaba con los brazos sobre el arcón, protegiendo las escasas pertenencias de Fuga.

Nemesio hablaba con el doctor a los pies de su cama. Saoirse exclamó cuando la vio despertarse, una cadena de asombro que desveló también a Altea.

—¡Fuga!

Altea se desperezó y acudió hasta donde se encontraban. Sus dos esclavas se arrodillaron en la cama y la abrazaron una encima de la otra. Fuga tosió por el peso de ambas sobre su pecho herido y mordiéndose el labio para no reír del alivio que le provocaba ver a las únicas que sentirían su pérdida. Se alejaron rápidamente al percatarse de su estado y le pidieron disculpas, recibiendo una negación silenciosa. Notó por el rabillo del ojo que su lanista y el médico también habían dado cuenta de su despertar, así que bajaron la voz.

—Creíamos que no saldrías airosa esta vez.

—Es Fuga. —le recordó Saoirse. —Siempre encontrará la forma de seguir incordiándonos.

Fuga no podía responder a sus burlas, tenía a Altea pegada a ella besando su mejilla y Saoirse tenía demasiado dolor grabado en su expresión como para creer sus palabras.

—Muchas gracias, doctor. Ya puede dejarme a solas con mi luchadora, le mandaré un telegrama. —concluyó Nemesio, dándole unas palmadas al médico en el hombro y despidiéndole con su mano indicando el portón de la enfermería. Se giró hacia las dos chicas. —Vosotras también, por favor.

Saoirse y Altea besaron las manos de Fuga antes de retirarse y hacer una reverencia al lanista. Fuga trató de incorporarse con el ánimo levantado, pero le aguijoneó el dolor. Nemesio acudió hasta el borde de la cama y la sostuvo por los hombros, indicándole que volviera a tumbarse. Ella obedeció, cerrando los ojos por el esfuerzo.

—Tus esclavas no mentían. Has estado muy cerca de no regresar con nosotros. Esa flecha por poco te obstruye un pulmón.

Fuga frunció el ceño y se llevó inconscientemente la mano al vendaje ensangrentado que cubría la herida del pecho, irradiando calor. No recordaba haber salido herida ni nada después de la alucinación de su hermana.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó con voz gangosa, no la había empleado en días. — ¿Cómo terminó la batalla?

Nemesio se mesó la barba con los dedos mientras meditaba. Todavía estaba sentado en el lado de la cama donde habían permanecido a la espera Saoirse y Altea, dejando sus huellas en las sábanas.

—La terminaste tú. —confesó, sin atreverse a sostenerle la mirada. —La confusión se apoderó del público y los participantes. Los preceptores del coliseo dieron por terminados los juegos con permiso del emperador por temor a que el pánico se apoderara de los presentes, muy inclinados hacia las creencias y a las profecías. Lo último que querían era que el estadio se llenara de fanáticos y charlatanes.

—¿De qué está hablando?

El anciano comprimió los labios, debatiéndose en sus palabras.

—Te transformaste en una visión.

—¿Una visión?

—No es metafórico cuando te confieso que deslumbraste al coliseo. Como el fin de un eclipse. Cegaste a más de la mitad de la embarcación egipcia. —Fuga abrió mucho los ojos, anonadada. —Alguien de las arcas enemigas que permanecería en la sombra del navío te disparó una flecha. No te inmutaste. De hecho, no te conformaste en refulgir con la fuerza de una estrella caída, sino que también anunciaste una premonición antes de caer al agua. Se te escuchó como si te hubieses adentrado en las mentes de todos. Fue aterrador, Fuga.

LOS APODOS DE LA ARENADonde viven las historias. Descúbrelo ahora