APODO IV: versículo 11

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     Que Fuga empezara el proceso de aceptación sobre su muerte era una cosa, y otra muy distinta es que sus compañeras del Ludus repararan en ella con las miradas furtivas de los que atendían una tormenta. Curiosos, temerosos e incapaces de parar su curso.

Llevó a su dolida hermana hasta su residencia y le recomendó unas infusiones que calmarían sus nervios. Su esposo estaba en la notaría, así que Fuga esperó a que Claudia se durmiera y se sentó en una banqueta donde solía dejar los útiles de confección para hacerle compañía en el camino del duermevela. Ojeó la estancia, sus paredes lisas y blancas le hacían sentir que no se habían refugiado de las calles y los jarrones que decoraban los estantes estaban ocupados por narcisos. Se acercó y acarició sus pétalos. Entre los narcisos descubrió unas caléndulas, las mismas que recolectaban durante el verano, por el parecido de su color con el aura de Fuga. El contraste entre esas y los narcisos, limpios y armónicos como toda la decoración, le hizo deducir que Claudia quería conservar una esencia de su vida con su familia junto a los colores del equilibrio que ahora se presentaban en su día a día. Se levantó y se marchó de la casa, caminando con un peso doble sobre sus hombros. El peso de comprobar que Claudia había heredado la pasión por la costura de su madre y que sólo desarrollaba para calmar los nervios. Porque qué iba a esperar de sí misma, una huérfana sin pasado ni futuro que vive con el sustento de un desconocido, más que derramar mares de esfuerzo por el porvenir de su hermana desaparecida. Su hermana, convencida de poner fin a su vida por no ser el verdugo divino de un país entero.

El recibimiento al Ludus fue del todo inesperado. En su celda encontró las sábanas despedazadas y esparcidas por el suelo y la colcha impregnada de barro. Los plumones cubrían el camastro como nieve, y lo primero que hizo fue buscar bajo la almohada. Sus objetos valiosos no estaban. Sólo tuvo que buscar un poco por el cubículo hasta encontrarlos debajo de todo el desastre. La diadema estaba partida por la mitad, y el caballito tenía arañazos hechos a navaja por toda la superficie, como si un gato se hubiese desquitado con él.

Carina y las demás observaban tras las verjas el desconsuelo de Fuga, con sus pertenencias temblando entre sus manos.

—Los dioses no tienen posesiones terrenales.

La voz de Carina despertó a Fuga de su disgusto. Todas retrocedieron cuando la vieron derramar lágrimas con una expresión de ira que sólo le habían visto en la arena.

—¿Qué se siente cuando te destierran de dos mundos? —preguntó Carina de brazos cruzados. —Tal vez esté adelantando acontecimientos, pero con tus amenazas es difícil quedarse en el presente.

—Puedo adelantarte que Nemesio te sacará a patadas del Ludus si no sales de su celda.

Altea, la dueña de la voz hizo su aparición cuando Fuga ya había salido del aposento, con el pecho henchido y la barbilla apuntando hacia arriba. Carina no rompió contacto visual con Fuga, a sólo unos centímetros entre su nariz y la de ella.

—¿Y por qué querrías hacer algo sin la supervisión de tu mascota? —dijo refiriéndose a Renzo, lo que casi hizo saltar a Altea. Pero la templanza era una de sus virtudes.

—Hablas con lengua bífida pensando que te espera algo en el otro mundo si castigas a quien tiene un propósito más grande. Uno que se escapa de nuestro entendimiento. Lo que te convierte en la única mascota aquí. Porque no sirves al imperio. Sino a sus perros.

Carina esquivó su atención en su compañera de armas y se giró hacia Altea con los puños cerrados.

—Cómo osas hablarme así, esclava.

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