APODO IV : HIJA DEL LANISTA

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   Sentía las piedras y la arena clavándose en la piel de su espalda.

El peso de su espada dejó de cargarse en su brazo derecho al desplomarse a su lado, como si también decidiese tumbarse y descansar. Los rayos de sol que incidían desde la grava adormilaron sus músculos, su mente, y le quemaban sus rizos azabache esparcidos y envueltos en arenilla. Escuchaba a la lejanía al magister llamándola por su nombre real. El que le brindaron las divinidades, que todavía consideraba más como un concepto abstracto que unos padres ausentes. Sentía más miradas conocidas puestas en ella, cargando el aire de expectación y duda. Las sentía aun con la venda de los ojos envolviendo su cabeza, oscureciendo su visión y agilizando sus movimientos.

—¡Fuga, levanta! ¿Te crees que es la hora de la siesta?

Fuga alzó la mano como quien había sufrido una caída y le evitaba la molestia al que acudía en su ayuda. Se desperezó y sacudió la cabeza, abrazando con desparpajo sus rodillas cubiertas de cicatrices y se concentró en frenar sus latidos. Se bajó la banda hasta el cuello para poder ver.

Al principio la luz la aturdió. Pero reconoció el paisaje, resguardado por el claro paredón del Ludus. La vista se le iba a los postes que servían de equilibrio a luchadoras, a la zona de armas y a los palcos ocupados por su esclava y el maestro, acompañado por un médico de urgencia, elucubrando desde la distancia. Sonreía de lado a la persona que tenía en frente, una gladiadora como ella, que aguardaba molesta tras retirarse también la venda de los ojos y con la impaciencia creciendo en sus largas zancadas. Ambas tenían los tobillos encadenados pero los años habían aligerado sus pies y las cadenas, además de enmudecer para ellas, dejaron de pesar tanto como al principio.

Sacudió con las manos la arena de su escudo, arrojado en el suelo como un disco, y calmó con la frialdad de sus dedos su pecho desnudo, irritado por el calor y el picor de la tierra. Le hizo una escueta reverencia con la cabeza a su contrincante, que desde abajo aún resultaba más grande que Fuga. Se apreciaban con el contraste de su propia sombra las magulladuras y las huellas de los dos cortes donde antes había unos senos. El rastro de una decisión habitual en las gladiatrix, la opción más cómoda para algunas, pero Fuga y otras tenían el principio de mancillar su cuerpo lo menos posible.

Juzgaba con desaprobación la falta de entusiasmo que le había brindado Fuga esa mañana en la pelea mientras esta trataba de levantarse.

La prominente gladiadora relajó su expresión al ver aparecer a la esclava de Fuga, apresurándose y bajando las escaleras de dos en dos a su encuentro, ayudándola a incorporarse.

—¿De nuevo haciendo un trabajo que no te corresponde? —preguntó la rival en voz alta.

—Mi labor siempre ha sido facilitarle la vida a mi salvadora, ya que está demasiado ocupada en crearse enemigos hasta debajo de las piedras.

La gladiadora bufó, con el mentón alto y un semblante altanero.

—Tu ama sigue sin demostrarme cuánto desea participar en el coliseo. —protestó, apuntando a Fuga con el extremo de su espada y arrojándola con fatiga sobre la arena.

—Créeme, —decía Saoirse. — es difícil que demuestre nada en cualquier aspecto de su vida.

Le arrebató la espada de madera a Fuga y se la tendió al armero, que atendía la lucha con la misma atención que el magister. Ella reaccionó, reprendiendo a Saoirse con una ojeada muy parecida a la vergüenza de una exposición que no fue solicitada.

—No puedes llevarme la contraria por mucho que me fulmines con la mirada. —aun así Fuga no pudo más que divagar, contemplando la liviandad de la túnica de Saoirse, la misma verde menta que llevó durante años en el domus de Lucio. Llevaba su fina diadema recogiendo el inicio de su cabello, más anaranjado a la luz natural.

LOS APODOS DE LA ARENADonde viven las historias. Descúbrelo ahora