«La maldición de Semper»

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Remontando en el tiempo muy lejano, antes de que los humanos pudieran convivir, la copa de los árboles se alzaban de manera que todas sus puntas coloridas y brillantes se tocaban, sus hojas, que eran de todos colores, rosa, azules como el mar y celestes como el cielo, carmesí y cianes en pura saturación, danzaba a la par de otras hojas del árbol cercano que prometía otra pieza de baile.

La paz y la felicidad hacían crecer flores de estos árboles, frutos dulces y enormes que daban alimento a los animales del mundo entero y a las tribus, el viento peinaba las copas cada mañana, saludaba fervientemente en otoño renovando las alturas con nuevos colores, nuevas hojas danzarinas.

Nailè, residente de una de las tierras lejanas solía juntar las hojas caídas y ponerlas en una canasta, para luego llevárselas a su amado y adornar el lecho dónde se amaban.

Terr, hombre de Nailè, príncipe de la naturaleza, pasó meses aceptando que su lugar de descanso fuera colorido, brillante, y hasta en la noche podía notar las hojas de los árboles que Nailè recogía brillaban en la oscuridad con mucha intensidad...

En el quinto mes, Terr esperó a que su amada corriera feliz al campo, dónde ella se encontraba con sus árboles tan deseados para bailar al compás del viento y el agua, para arrancar hoja por hoja de su lecho.

Sonriente y malicioso, el lecho quedó en completo gris como su alma, como lo oscuro de su corazón.

Nailè pudo sentir la tristeza de las copas, ella era la única en el lugar que los amaba, que los cuidaba, recogiendo hoja por hoja y disfrutar de sus colores y brillo, pudo sentir que algo había pasado, algo le había cortado un pedazo de felicidad.

Le habían arrebatado parte de su alma.

Nailè cae de rodillas ante los árboles, toca sus raíces, sollozando no entiende su angustia interna.

Los árboles mayores, aquellos que están al punto dónde su sabía es escasa y débil, rozan su hombro para consolarla con ramas finas como los huesos de un humano anciano, llenándola de colores hermosos.

Terr, sosteniendo su bastón, se frena detrás de Nailè y el espectáculo de color que la rodeaba, los celos y la rabia le consumieron lo poco que quedaba del caballero del cuál ella se había enamorado, se había transformado en alguien carente de amor.

Nailè rápidamente convierte su cuerpo en una estrella, sobre sus dos pies, de espalda a los árboles y sus brazos extendidos a los costados protegiéndolos.

Terr alza su bastón, su rostro serio, con enojo interno, celos porque Nailè parecía preferir el color de los árboles a su gris.

Nailè se aferra a los árboles detrás, triste, asustada, sintiendo compasión por su amado y su ceguera, ella quería compartir su amor por los colores con el, y mostrarle la felicidad.

El bastón tocó el suelo, y se escuchó un gran estruendo, una, dos, tres veces.

El suelo se estremeció, la tierra se removió y por las raíces subió el color gris hasta la copa más alta en todo el mundo.

Nailè se fundió con los árboles que aún no terminaban de convertirse en gris, y así cómo Terr los maldijo por odio, Nailè los bendijo por amor.

Los árboles de todo el mundo nunca se rindieron en un gris oscuro como el corazón de Terr, sino que obtuvieron el color verde después de luchar contra la maldición.

Actualmente, las copas de los arboles ya no danzan como antes, algunas rozan sus hojas contra otras tímidamente, como un amado roza con vergüenza los nudillos de su querida, mantienen el color verde unánime, aunque hay rebeldes de amor como Nailè, que cambian su color a rojo y amarillo, independientemente de la estación.

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