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Gris.

Así era el color del cielo cuando ese chico, de edad indefinida y nombre Benjamín, recibió la noticia de que se marcharía a un lugar lejos de allí.

El pálido rostro de Ben se encontraba fijo en los árboles que rodeaban la estrecha carretera. Frondosos y lúgubres, observó como bajo estos, una fina oscuridad era lo único visible del bosque. Frunció los labios con cierto recelo, nunca había sido fan de la noche, y durante todos los años que había vivido en la ciudad, procuraba aprovechar las horas de luz al máximo. Secretamente lo hacía para, pasado el ocaso, estuviera tan cansado que sus ojos se cerraran antes de que lo hiciera el día.

Volvió su vista al frente concentrado en su pausada respiración y en el incómodo silencio que había tomado protagonismo entre él y el conductor que su abuela había contratado para traerlo al pueblo.

Gris.

Era el color del pelo de la anciana que le vino a visitar días antes de su partida diciendo que era su abuela y que se iría a vivir con ella a un lugar muy "bonito".

Recordó como tenía en sus manos un documento viejo y manchado en el que resaltaba su nombre y el de la señora que acababa de dárselo. Leyó cada línea tan rápido como pudo y comprendió que esa persona era su tutora legal, y más concretamente, su abuela paterna. Levantó la mirada rápidamente, confundido por las palabras que acababa de leer y el rostro de Bernadette, que así se llamaba.

Bernadette le observaba con curiosidad, había cierta distancia en sus resplandecientes ojos negros, como si ella también estuviera comprendiendo la situación en la que ambos se veían envueltos. Ben escrutó su aspecto. A parte del pelo ceniza y las finas líneas que se formaban cerca de sus ojos y sus labios, vestía con una falda floreada hasta los tobillos y un suéter burdeos que, según Ben, desprendía un fuerte olor a nectarina. Se fijó durante más tiempo del que debía en el crucifijo que llevaba colgado del cuello, tenía un aspecto viejo, pero se hacía notar a pesar del desgaste. El símbolo religioso le llamó la atención, pero no tanto como cuando, bajando la mirada de nuevo hacia el trozo de papel y dándole la vuelta, observó lo siguiente:

En la esquina superior izquierda, un sello con el dibujo de un ciervo, yacía en una tinta azabache. A pesar del tamaño de este, estaba detallado de tal manera que para apreciar todas sus minucias, habría que utilizar una lupa. La imagen del venado desprendía cierta paz y sabiduría, aunque Ben tenía por seguro que era improbable que un ciervo fuera muy listo. Un pinchazo en el pecho lo sorprendió, seguido de una sensación inquieta que le acompañó desde entonces. Sin embargo, no se lo mencionó a su abuela.

Gris.

Era como estaban las nubes cuando salió de aquel orfanato con una sola maleta en la mano y decenas de chicos mirándole desde las ventanas.

El día de su marcha, sin perder el tiempo empacó sus pertenencias. Eran tan pocas que podía contarlas con los dedos de una mano. En el traqueteo de la mañana, el desasosiego lo invadió pensando cómo sería dejar el orfanato para comenzar una nueva vida lejos de todo lo que le era conocido. Su vida en la ciudad no había sido horrible, pero vivir en un orfanato tampoco era fácil, sobre todo porque Ben no era muy popular entre sus compañeros. Trató de entusiasmarse pensando en lo que significaría probar suerte en un sitio distinto. Nuevos amigos, otras oportunidades, podría ser idílico...¿verdad?

El sonido de un claxon hizo que dejara a un lado el torbellino de sentimientos encontrados que se batía en su mente. Salió del edificio de puertas altas y revestimiento gris que lo vio crecer. Los que habían sido sus compañeros hasta ahora se amontonaban a través de las ventanas con miradas curiosas ante la marcha de Benjamin. Montó en el taxi que había hecho sonar la bocina, que le esperaba aparcado enfrente, y con una última mirada de adiós abandonó el orfanato.

El camino de colosales árboles fue desvaneciéndose ante un campo extenso que daba la sensación de no tener final - era tan vasto que infringía respeto - pensó Ben. Unas nubes tormentosas bajaban esperando ser acariciadas por la hierba. Cierta sensación momentánea de libertad inundó el pecho de Ben al atender a tal tranquilidad. Casi todas sus preocupaciones por ser el chico nuevo se habían desvanecido en aquel instante.

En mitad de su trance, una figura se adentró en la visión de Ben. Este tuvo que parpadear varias veces para que sus ojos se acostumbraran a la tenue oscuridad que iba cayendo sobre el día. Se dio cuenta de que era un ciervo. Sus cejas se alzaron ante la sorpresa, pero inmediatamente fue la curiosidad lo que se apoderó de sus pupilas, pues nunca antes había visto uno. El animal avanzaba por el campo con serenidad, pero la diligencia de sus orejas dejaron ver que se había percatado del ruido que producía el coche en la solitaria carretera. Levantó su alargado rostro y Ben pudo jurar que le estaba devolviendo la mirada, llena del mismo interés que él mostraba. Aunque el vehículo siguió avanzando, el chico giró el cuello para no perderle de vista durante el efímero encuentro. El ciervo era tan gris como el pelo de su abuela e inmediatamente la comparación le llevó a recordar el sello. Tan esbelto e imponente era el dibujo como el animal que ahora paseaba por aquel claro. La inquietud que nació día atrás en su interior, palpitó más fuerte que nunca en el corazón de Ben.

Gris.

Era como vería su futuro en aquella localidad.

Las voces del bosqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora