IV

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Esa noche, Ben había empezado a dibujar un mapa sobre las partes del pueblo que había estado conociendo durante esa semana. Primero trazó la hilera de árboles que había divisado el día de su llegada, frondosos e imponentes. Los fue juntando hasta crear un bosque con un espacio en el centro, donde dibujó todas las zonas que Irina, Olivia y Maya le habían enseñado.

El resto del papel lo dejó en blanco o con delineando la ocasional silueta de un árbol, dando a entender que el terreno se extendía más allá de lo que nadie sabía. Pensó en el ciervo, y en cómo no había visto a ninguno más desde su llegada, no tenía conocimiento sobre dichos animales pero le apenó un poco no tener la oportunidad de volver a encontrárselo.

Dejó el mapa en la mesa de su cuarto, la cual ya estaba decorada con algunas fotos y dibujos que había traído consigo desde el orfanato, y salió a paso rápido. Tal vez su abuela supiera algo sobre el ciervo, donde vivía o si había más. Una ola de entusiasmo inundó a Ben, pues no pasaba nada interesante en el pueblo, y cualquier detalle le ilusionaba más que de costumbre. Al pasar por el pasillo oscuro, los ojos de Ben se adaptaron a la carencia de luz y se dirigió hacia el salón. Su abuela estaba de espaldas, mirando la única ventana que daba a la calle. Supuso que no le oyó llegar, así que con disposición a preguntar, el chico abrió la boca, pero al oír los murmullos de Bernadette, la cerró algo confundido.

Ben había juzgado a la anciana más de una vez desde la semana pasada, pero hasta ahora no se replanteó que estuviera loca, aunque la situación parecía indicarle lo contrario. Por el reflejo del cristal, se podía distinguir su pequeña y regordeta silueta, sus ojos cerrados y sus manos unidas al rosario que llevaba consigo día y noche. Sus secos labios pronunciaban una serie de palabras que Ben no lograba distinguir, pero por el tono, no parecía estar agradeciéndole a Dios nada.

La misma sensación de desconfianza que había sentido el día que conoció a las tres chicas volvió a estar presente, pero esta de inmediato dio paso a un estremecimiento repentino cuando Bernadette, sin abrir los ojos, le habló.

— Entra cielo, no te quedes en la puerta. Cortas la línea de protección.

Ben, ante el inesperado toque de atención y las rarezas de sus palabras, miró hacia abajo y efectivamente vio una línea. Los marcos de la puerta estaban unidos por un polvo grisáceo que formaba una raya recta. Entró en el salón y se fijó en su abuela de nuevo, esperando una explicación.

— No está de más ser precavida.

Tras ese extraño encuentro con su abuela, Ben se fue a dormir y trató de ignorar completamente ese momento. Las abuelas estaban un poco idas, o eso es lo que le había dicho siempre una chica de su orfanato. Esta misma niña se dedicaba a robarles del bolso a las monjas que venían todos los domingos, y que nunca se daban cuenta de los hurtos. Tal vez tuvieran razón. A la mañana siguiente amaneció de muy buen humor y no tardó en salir por la puerta aquella mañana. Estaba entusiasmado, pletórico. Pensó que quizás estaba siendo exagerado al sentirse de esa forma solo por salir con un grupo de chicas pero con tal de verle el lado bueno a aquella nueva vida, estaba dispuesto a ponerle buena cara a todo.

Se podía respirar el aire frío que hacía en la calle y no se sentía los dedos de la mano, sin embargo, encontró grata esa sensación a diferencia del día anterior. La naturaleza libre que circulaba en rededor del pueblo en compañía del silencio sepulcral que caracterizaba a su población, le parecía curiosísimo. Podía pasear por los adoquines de la carretera y ningún coche le iba a pitar para que se apartara. A lo mejor, y solo a lo mejor, sí que era capaz de imaginar una vida pueblerina.

Las voces del bosqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora