III

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 Al día siguiente, la luz del sol que entraba por la ventana interrumpió intempestivamente en el rostro dormido de Ben. Por lo que, sin ninguna otra opción y obligado por los destellos de la propia naturaleza, abrió los ojos expectante y con un cierto desentendimiento por el lugar en donde se encontraba. Mirando al techo y dándose cuenta que su colcha blanca de flores estaba en el piso, recordó el sueño que la noche anterior lo había sacudido. Otra vez, ese escalofrío en la nuca lo invadió y comprendió la razón por la que se había levantado tan sudoroso.

Entre saltos y pasitos acelerados, llegó al servicio donde con una rapidez que hasta a él lo sorprendió, se lavó la cara y los dientes. El desayuno lo esperaba en la pequeña mesa redonda del comedor, donde su abuela estaba sentada. Con los ojos cerrados y con el rosario que llevaba colgado la primera vez que la vio, ahora en sus manos, Bernadette rezaba su oración de cada mañana. Ben se acercó con una resplandeciente sonrisa y pronunciando unos "buenos días" con parcial timidez. Ella, que ya había escuchado los pasos de su nieto, abrió los ojos apartando su reliquia religiosa. Seguidamente, compartió una sonrisa cálida y con un movimiento de cabeza le preguntó cómo había pasado la noche. Fue un intercambio breve de palabras aisladas que a Ben le hacía sentir un tanto incómodo.

Al levantarse de la silla, acabado su desayuno y luego de comentarle a su abuela que recorrería el pueblo, vio una pequeña ranura en la pared que captó todos sus sentidos. La abertura, provocada por el deterioro inminente del paso del tiempo, escondía algo detrás. Era notorio que la humedad había provocado las manchas amarillas alrededor de esa zona y en el resto de la habitación. Sin embargo, alguien, con poca destreza y éxito, lo había intentado tapar hace mucho tiempo con el empapelado anticuado que revestía el resto de la casa. Al apartar su mirada de ello, el retrato de un hombre sobre la mesilla ubicada en un rincón, tensó los músculos de su rostro. Encontró rasgos similares en él.

Sin pensarlo, Ben soltó en voz alta cuatro palabras tartamudeando: "¿Es él mi padre?".

—¡Ah eso! —Respondió Bernadette mientras se ponía de pie y se acercaba lentamente al chico. —Había olvidado de enseñarte esa fotografía. ¿Logras ver lo parecido que eres a él? —Agregó. Y tímidamente puso su mano sobre el hombro de su nieto.

La inquietud sorprendió a Ben cuando sintió la mano helada de su abuela tocándolo y la oración impensada brotó de su boca: "Tengo que irme".

La puerta de aquella casa antiquísima quedó atrás. Una calle después un bar apareció en su camino . Allí, encontró abierta su puerta y un camarero salió a sacudir un mantel. En el fondo del local un hombre dormido se distinguía en la barra con una copa en la mano .

—Benjamín, ¿verdad? —le preguntó el primero dejando de sacudir un momento para mirarle fijamente.

—Ben, en realidad —contestó él inquieto mientras metía las manos en los bolsillos. Seguramente su abuela había avisado de que iba a ir a recoger a su nieto y la noticia había volado entre los vecinos. Aun así, había un brillo en el fondo de los ojos del camarero que no terminaba de tranquilizarle y le mantuvo alerta hasta que siguió su trayecto camino a la plaza.

Allí había tres chicas jóvenes, radiantes de la misma inocencia que Ben y tan misteriosas como los susurros del pueblo. Se encontraban leyendo un libro que una de ellas, situada en el medio, sostenía. Esta tenía una mata de pelo rizado negro, y su piel era oscura. Se mantenía serena mientras leía, casi sin prestar atención a como una de las otras chicas, con el pelo castaño y largo, señalaba algunas palabras y murmuraba a sus compañeras algo que Ben era incapaz de oír desde su posición. La tercera sostenía su cabeza sobre el hombro de la pelinegra y cerraba los ojos de vez en cuando.

Ben notó las puntas de sus dedos heladas por el aire gélido que aquella villa siempre parecía poseer. Incómodo por esa sensación, empezó a andar hacia ellas, sin saber muy bien que quería decirles. Supuso que oyeron sus pisadas, porque cuando Ben se paró justo enfrente, las tres levantaron la cabeza atentas. Ben notó el rubor en sus mejillas ante las inquisitivas miradas y abrió la boca para poder romper el silencio, pero sintió como las palabras no le llegaban más allá de la garganta.

—Benjamín, ¿verdad? —La pelinegra sonrió bondadosamente, como si hubiera notado la dificultad de Ben. Este no se sorprendió de que supiera su nombre, en aquel sitio parecía no haber secretos para nadie.

—Es Ben, de hecho —Contestó este contrastando mentalmente el calor de rostro con sus dedos frígidos.

—Ben suena más a la ciudad —La chica que estaba aún con el hombro apoyado en la pelinegra le miró con una ceja alzada, llena de curiosidad —¿Cómo es la vida allí? —Ben no tardó en responder, pues tenía muy clara su respuesta

—Es maravillosa.

—¿Y por qué has venido a vivir aquí? —Inquirió la chica bruscamente.

—Porque mi abuela es ahora mi tutora legal, antes vivía en un orfanato —Esto pareció apaciguar las futuras preguntas, porque simplemente abrió la boca en forma de O durante unos segundos y luego la cerró.

—Yo soy Maya —La chica de piel oscura cerró el libro, y extendió la mano. Ben la tomó y trató de sonreír, pero acabó siendo una torpe mueca que hizo reír levemente a Maya.

Ben se dio cuenta de que aún estaba la otra chica, la que había señalado el libro para comentar algo. Esta pareció darse por aludida ante los pensamientos del joven y sonrió ampliamente, de tal manera que sus ojos se achinaron un poco.

—Olivia, un gusto —Ben asintió a modo de saludo.

La chica sobre el hombro de Maya se separó y se acercó a Ben para poner una mano sobre su hombro.

—Soy Irina. Esto no es la ciudad, pero seguro que podemos encontrar algo divertido que hacer.

Ben observó la sonrisa de Irina, y aunque se la devolvió, sintió un hormigueo en su estómago que le avisaba de algo, aunque aún no sabía de qué.

Las voces del bosqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora