VIII

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Ben, un poco cansado y confundido, caminaba arrastrando los pies hacia su casa. Sentía que había sido un día eterno pero, sobre todo, extraño. Trataba de encontrarle una lógica a todo lo que sucedía, trataba de hallar algo razonable que le dijera que no se le estaba yendo la pinza a él y a sus nuevas amigas. También se sentía un poco molesto por las palabras de Maya. Él no se trataba de alguien alcahuete, nunca lo había sido, mas algo extraño estaba ocurriendo y no estaba de más ser precavido.

Sin embargo, toda la rabia que empezaba a sentir y todo ese comedero de cabeza que estaba sufriendo se le pasó de golpe cuando llegó a su casa y vio a su abuela. Todos los alfeizares de las ventanas estaban llenos de velas rojas encendidas. No había otra iluminación en la casa que no fuera esa. Decidió entrar a pesar del mal rollo que le transmitían esas velas en medio de la oscuridad del pueblo, parecía como una casa satánica o algo. Y cuando abrió la puerta, se dio cuenta de que no era la única nueva decoración que había decidido su abuela añadir. Los márgenes de la puerta estaban llenos de lo que parecía ceniza en una línea de unos 3 milímetros de grosor. No había ninguna puerta sin esa ceniza ni ninguna ventana sin esas velas, no obstante, quizás lo que más aterró al joven fue el encontrar a la anciana en el suelo del salón arrodillada ante una especie de altar. Sus labios se movían muy rápido diciendo algo que no llegaba a los oídos de Ben desde donde se encontraba y estaba muy seguro de que no se acercaría bajo ningún concepto. Solo llegaron a él palabras inconexas como "perdónanos", "paz" o "alma".

Con un agotamiento repentino, Ben optó por irse directamente a la cama y olvidar los hobbies extraños que parecía tener su abuela con la ceniza y los rosarios. Se le habían quitado hasta las ganas de comer. Solo quería irse a la cama y que cuando despertase, todo hubiera sido una broma de su subconsciente.

Una carretera. No. La carretera. Ahí fue donde surgió Ben de repente. Recordaba ese camino a la perfección y el cómo se había sentido. Solo hacía unos días que había pasado por allí en ese viejo coche esperando una nueva y brillante vida. Pero eso no era lo importante en ese momento y un brillo repentino a un lado se lo aclaró. Cuando se giró para comprobar qué era esa luz tan blanca, se encontró con el ciervo. Podría haber dicho un ciervo pero no era uno cualquiera, era el ciervo. Él lo sabía y el ciervo también. Sin embargo, no brillaba. Antes le había parecido que sí pero quizás se lo había imaginado. Estaba muy cansado. Tenía mucho sueño y deseaba con todas sus ansias una cómoda silla. En cambio, el animal tenía otros planes.

Éste comenzó a introducirse en el bosque y Ben, por algún motivo ajeno a él, sabía que debía seguirlo. Sabía que le estaba indicando algo que debía conocer. Y así lo hizo. Era de noche cuando se metió entre los árboles de nuevo. Le había parecido que era solo por la tarde antes de introducirse pero se encontraba distraído y quizás eso lo había llevado al error. Pasaba entre los árboles dándole toques a los troncos con los dedos. Empezaba a gustarle la naturaleza de aquel sitio, le parecía tranquilo y hasta podría decir que un poco mágico. Tal vez toda la naturaleza era así pero los humanos preferíamos destrozar antes que pararnos a observarla en su máximo esplendor. Para él ya era su hogar, más que la casa que compartía con la anciana. Ahí se sentía en paz y seguro, en la casa siempre sentía que alguien le vigilaba.

El ciervo detuvo su caminar y con él, el chico que detuvo sus pensamientos para prestarle un poquito de atención. El animal hizo gestos singulares que le hicieron fruncir el ceño a Ben. Hizo una mueca extraña antes de que el hocico del animal se inclinase a la tierra que tenía debajo y cuando prestó un poco más de atención, pudo notar que la tierra estaba removida. Y de repente, apareció una figura al lado del ciervo, provocando el respingo de Ben.

Las voces del bosqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora