Capítulo 9

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—Llevo tiempo preguntándomelo. ¿Cómo lo desenredas?


—¿Qué te hace pensar que está desenredado? No tengo el pelo rizado, ¿sabes? Este moño debería ser liso y brillante...

Anna señalaba con desánimo su despeinado moño mientras yo no lograba retirar la vista del mechón suelto que caía por su desnudo cuello.

—Me gusta.

—Ya...

—Lo digo en serio.

Anna me miró hermosamente sonrosada y pasó tras su oreja una parte de su ya largo flequillo.

—A ti también te queda bien el pelo así más larguito, ¿sabes? Te da un aire salvaje.

—Y eso, ¿es bueno?

—Lo es para mí.

Me retiró suavemente el flequillo de los ojos y besó con dulzura mis labios.

Las semanas habían ido pasando, y Anna y yo habíamos ido aprendiendo a desenvolvernos con bastante facilidad en aquel lugar que cada vez parecía menos nuevo para nosotros y más casa que cualquier otra en la que hubiésemos vivido.

La producción de agua era constante, tras muchas vueltas a la isla, logramos encontrar suficiente variedad de alimento como para mantenernos sin adelgazar. Ambos ganamos masa muscular fruto del esfuerzo, lo cual no le quitó ni un ápice de la sensualidad y feminidad que siempre emanaba por cada uno de sus poros. Nos montamos un pequeño huerto en vistas a, algún día, no tener que recorrer media isla cada vez que quisiésemos comer, por ejemplo, unas granadas, y nos convertimos en unos maestros en el uso de hierbas aromáticas para la preparación de las setas.

Trabajábamos duro cada día, reíamos juntos, jugábamos, nos sentíamos, y nos lavábamos como podíamos en la orilla del mar con el agua por los tobillos. Cada vez más cerca; cada vez más unidos; cada vez más libres.

Como Anna predijo, mi barba ya había ocultado casi completamente la mitad inferior de mis mejillas, toda la mandíbula y parte del cuello; pero eso no la frenaba para bañarme de besos cada mañana y cada noche cuando nuestro merecido descanso se dejaba sentir.

Aquella oscura noche sin Luna, recostados y acurrucados en el interior de nuestra tienda, tras aquel cálido beso, el dulce susurro de su voz me devolvió al pasado.

—Kristoff...

—¿Hm?

—¿Hay alguien a quien eches de menos?

Claro que lo había. Él era lo único que me dolía de aquella situación.

—Echo de menos a Sven.

—¿Sven?

—Es mi reno. Mi mejor y único amigo desde que tengo memoria.

—¿Un reno?

—Sí. Fue mi compañero de trabajo hasta que entré al castillo. Desde entonces vive con mi familia en el bosque y voy... iba a visitarle cuando tenía tiempo.

—Vaya, lo siento.

—No tienes por qué. Apuesto a que está de maravilla donde está. Allí todos le quieren y le tratan como a un rey.

—Y... ¿no echas de menos a tu familia?

—No especialmente. Estoy acostumbrado a verles poco.

—Y, ¿no te preocupa que piensen que has muerto?

—En absoluto. Ellos saben que estoy vivo.

—Espera, ¿qué?

Reí ante su reacción que, por otro lado, era perfectamente lógica.

Llévame a casaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora