No lo iba a permitir. No la dejaría morir allí. Inspeccionaría cada rincón de aquella isla hasta encontrar todo lo que nos pudiese proporcionar un sustento. Aprovecharía cada mísera ramita que encontrase para montarle un hogar seguro, y lograría un modo efectivo de conseguir agua dulce. La vida nos había regalado la oportunidad de estar juntos y no la iba a desaprovechar.
No hubo respuesta a mi declaración. No era ningún secreto a estas alturas, o, al menos, no para ella. Sólo se arrimó a mi cuerpo y posó su cabeza sobre mi hombro dejándome sentir nuestra conexión mientras veíamos cómo los últimos rayos de Sol se escondían tras la inmensidad del océano. Un momento agridulce lleno de miedo y esperanza.
—¿Dónde crees que deberíamos pasar noche? —preguntó suspirando sobre mi pecho y diría que algo adormilada.
—Duerme un poco. Yo me encargo, ¿vale? —contesté armándome de valor para acariciar su cabello como siempre había deseado hacer.
—No. Quiero ayudar.
—Haremos turnos. Cuando tú te despiertes, dormiré yo. De momento, sólo descansa.
—Vale... pero si necesitas algo, avísame...
—Lo haré.
Y, con una dulce sonrisa, cayó dormida entre mis brazos.
No me lo pensé dos veces. Había mucho que hacer. Me cargué un saco de fruta en cada hombro y a ella en los brazos, y comencé la bajada hacia la playa. De camino, menos sorprendido de lo que cabría esperar de que no se despertase con el ajetreo, me aseguré de llenar mis bolsillos de bellotas y de piñas piñoneras. Las setas y los higos tendrían que esperar a otro momento.
Para cuando llegamos abajo, ya era noche cerrada, me dolía cada músculo del cuerpo y creía que se me iban a caer los brazos. Pero no tenía tiempo para andar perdiendo extremidades, había un refugio que preparar.
Apoyé a Anna con cuidado en el suelo, desparramé la comida a su lado y la cubrí con mi camisa. Después corrí a por un buen trozo de madera con el que tallar algo parecido a un plato y a un vaso y me puse manos a la obra. Nunca había estado tan agradecido por todas las manías que había adquirido siendo cosechador de hielo. No había traje en el mundo tras el que yo no pudiese esconder mi machete.
Cerca de cuatro horas y dos leves cortes después, tenía preparado por fin un pequeño mecanismo para evaporar y condensar agua del mar para conseguir agua potable. Ya sólo quedaba que realmente funcionase.
Era el momento de comenzar a construir el refugio. Algo pequeño podría servir de manera provisional en lo que lográbamos los materiales para mejorarlo. Localizar los alimentos y preparar algún tipo de cocina, sería el trabajo del día siguiente. De momento, sólo me tomaría unos minutos de descanso y me pondría con la preparación del que sería nuestro primer hogar.
Sin darme cuenta, los minutos de descanso se convirtieron en unas diez horas de sueño y, cuando por fin abrí los ojos, me encontré tumbado solo en la playa a la sombra de un par de ramas incrustadas entre las piedras del suelo y acompañado por una montaña de espárragos.
—¿Anna? —pregunté todavía algo desorientado mientras trataba de enfocar en la distancia.
—¿Ya te has despertado? Puedes dormir más si quieres, nos espera un día cansado.
Me giré en busca de la lejana voz de mi dulce pelirroja y la hallé a unos cincuenta metros de mí, sentada en medio del prado, vestida con sólo su camisa interior, unas enaguas y un sombrero de paja.
—¿De dónde has sacado eso? —pregunté temiendo que fuese de algún habitante que nos hubiese pasado desapercibido el día anterior.
—¡Lo he hecho yo! ¡¿No es genial?! Hay un montón de hierbajos secos por aquí. Los estoy trenzando y atando para hacer cuerdas. Tu sombrero lo tengo aquí mismo también. ¿Lo quieres?
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Llévame a casa
Fiksi PenggemarUna fuerte tormenta en el mar amenaza con hacer repetir la historia. Descarga de responsabilidad: No poseo más que mi propia vida.