No estaba solo.
También había un chico de poco más de veinte años en la biblioteca. Lo vi desde el otro lado de la puerta vidriada acercarse a paso lento como si yo fuese algo sumamente peligroso.
—No puedo confesarte ahora—me dijo Heist.
El chico a espaldas del sacerdote clavó sus enormes ojos negros en mí. La biblioteca estaba iluminada con candelabros de velas y lámparas a gasoil, lo cual marcaba con luces titilantes las facciones del chico: tez suave, piel como bebé, pálido, labios gruesos y llenos.
—¿Ella es parte de la tribu...?—preguntó con miedo al sacerdote.
Éste se tensó de inmediato y quedé petrificada tratando de procesar la pregunta que el chico acababa de hacerle.
—Mejor vuelve a tu lugar, Giovanni.
Escucharlo tratar a alguien de ese modo, me puso la piel crespita. Pero no del miedo, sino de la excitación.
Que Heist se ponga a dar órdenes consiguió revolucionar mis hormonas, sobre todo ver la sumisión con la que el chico respondió.
—¿Puedes decirme qué es lo que haces acá?—se vuelve a mí, esta vez con un tono que roza la bronca y la picardía.
Y presa de la curiosidad observo por encima de un hombro hacia dónde se ha dirigido el chico de cabello castaño y labios gruesos. Un enorme signo de pregunta se planta en mi cabeza tras ver que en el medio de la sala no hay mesones con sillas donde ponerse a estudiar, sino mantas blancas de seda, almohadones color crema y Giovanni de rodillas a un costado como si estuviese a punto de persignarse.
—¿Qué está haciendo?—le digo a Heist.
Lo he pillado.
Pero no entiendo muy bien en qué lo he pillado, aunque aparento que entiendo lo que sea que esté sucediendo aquí.
—Le enseño a orar—me contesta y se acerca un poco más a mí—. ¿Quisieras...que te enseñe a orar a ti también?
Mis labios han quedado entreabiertos y mi boca seca. Él parece captarlo ya que levanta un dedo índice y acaricia mi boca.
¿Qué es este sitio? ¿Por qué se supone que las mujeres no pueden descender hasta la biblioteca? ¿Por qué todas están en medio de un retiro fiel de silencio si suceden esta clase de cosas?
Santísima mierda.
—Vamos a hacer una oración—me invita Heist.
Acompaña sus palabras de una sonrisa deslumbrante muy cercana a mi rostro que evidencia sus dientes blancos y sus hoyuelos. Está de muerte.
—Yo...—murmuro.
Pero detiene un dedo al medio de mis labios para añadir:
—Shhh. Te enseñaré a adorar, Dana—. A continuación, sus ojos buscan los míos y me derrito en su color miel—. No tienes de qué preocuparte, estarás segura. Las paredes no hablan, sólo tu. Ven a confesarte. Pero te castigaré primero.
Cuando visitas a tu pastor para contar cada uno de tus pecados, esperas la expiación al saber que has hechos cosas muy malas, las peores, que tu corazón se ha vuelto de carbón y has ardido por dentro en situaciones de muy mala espina.
Todo mi interior se volvió fuego desde entonces.
La expiación apenas había comenzado para mí. No conocía nada al respecto. No sabía que hubieran mundos tan...fascinantes. Que necesitaba el perdón y la absolución de su enorme verga metida en mi boca.
Era hora de pagar por todo lo que estaba haciendo mal. Llegué a este sitio para despejar mi mente, para romper con las ideas que me tenían presa de un día a día pesado e insoportable.
Sólo me quedaba conocerlo a él.
Y ser parte de su tribu.
—De rodillas.
La voz de Heist es una orden clara.
Las velas a nuestro alrededor impregnan de calor una noche de por sí veraniega.
—Extiende tus manos—añade, poniéndose delante de mí con las piernas abiertas, sus pies descalzos y la camisa desprendida.
Mi corazón se encoge en cuanto extiendo mis manos como si estuviese ofreciéndome a este hombre en cuerpo y alma.
—Quiero verte en toda tu pureza—decreta.
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Líbrame del mal (+21) | COMPLETA
General FictionCuando el Padre me acarició la nuca e hizo descender mi cabeza, quedé asombrada por la sabrosa sensación. Venía acumulando ganas desde hacía tanto tiempo que la culpa y el morbo hicieron añicos mi sentido común. En lugar de confesarle mis malos acto...