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Carta 4:

Acompañé a mi hermano a su entrenamiento y no precisamente para verlo a él, si sabés a lo que me refiero.

Estuve horas sentadas mirándote correr de aquí para allá, oyéndote carcajear de la manera en la que a mi me encantaba y me hacía sentir feliz sin ningún motivo aparente.

Como excusa tenía a mi hermano en el campo al lado tuyo todo el tiempo, pero nunca tuve que disimular nada porque poco me importaba que se dieran cuenta que me tenías como una loca. Y creo que todos podían verlo, menos vos. Porque no me mirabas, no te interesaba, ni siquiera me notabas.

Pero aquella tarde al terminar el entrenamiento te acercaste a mi con mi hermano y mi corazón comenzó a latir desesperado dentro de mi. Sabía que al fin te iba a tener en frente mío, que al fin me ibas a mirar y con suerte, a hablar. Y eso me hacía sentir muy, pero muy nerviosa.

Arreglé mi cabello disimuladamente y me enderecé en el asiento. Para cuando llegaste acompañado de mi hermano yo ya era una cosa temblante de nervios y toda roja. Me veía patética y ridícula.

Pero me sonreíste.

Fue lo primero que hiciste al estar frente mío. Y fue lo único que bastó para confirmarme a mi misma que me traías de una manera que nadie nunca jamás lo había hecho; me traías loca, literalmente.

Admiré tu sonrisa esta vez de cerca, tus perfilados dientes, tus pequeños hoyuelos, tus ojos achinados y tu transpiración mezclada con desodorante y tu olor natural. Para mi estabas perfecto, tu piel brillaba en el sol cuando éste pegaba en tu sudor, haciendote ver como un ángel que cayó del cielo con el único propósito de torturarme al ver tal belleza y no poder hacer nada.

Te presentaste y cuando te acercaste a darme un beso casual en el cachete pude aspirar tu aroma y tocar tu piel fría. Fue, sin exagerar, uno de los mejores momentos que viví en mucho tiempo. ¿Lo podés creer? sólo me saludaste. Pero para mi no fue sólo un saludo, porque tenía tiempo viéndote, admirandote desde lejos y sin poder hacer nada. Aquella tarde ese casual saludo fue lo que me desequilibró por unos cuántos días, mucho más después de que te presentaste.

—Soy Paulo, aunque todos acá me llaman joya. Vos sos Emi, la hermana de Nico, ¿no?—me hablaste tan normal, como si fuesemos unos amigos de toda la vida, tu tono tan casual, y encima seguías con esa estúpida hermosa sonrisa en tu cara. ¡Me llamaste por mi apodo! ¡Y me instaste a llamarte por tu apodo! Mi yo de diecisiete años se volvió loca, fue todo una fiesta de hormonas cuando me miraste de arriba a abajo.

No fue una mirada maliciosa o coqueta, fue una mirada normal que le da una persona a otra solamente para analizarla. Ahora me doy cuenta, pero en ese entonces me pareció que estabas interesado en mi. Ridículo, ¿no? Estaba tan necesitada de amor que cualquier acto que hicieras me hacía sentir como una protagonista de un libro de wattpad.

Al responderte tartamudeé, y supongo que ahí te diste cuenta del poder que tenías en mi porque sonreíste de una nueva manera que no pude identificar, e incluso ahora no puedo. Sabías que me atraías y te gustó sentirte de esa manera.

Esa fue la primera vez que hablamos.

Fue una conversación casual y corta, pero me sirvió de inspiración para fantasear las próximas semanas sobre un posible vos y yo.

Paulo DybalaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora