CAPÍTULO IV

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Disfrazado con unos vaqueros rotos, una camisa de franela lisa sobre una camiseta y una gorra calada hasta los ojos, Han Xuan estaba escondido en la parte trasera del puesto del algodón de azúcar, escuchando la conversación de los que estaban dentro. Han Xuan conocía a  Xiao Zhan de vista del trabajo, porque él era contador en el mismo centro de adopción y clínica de fertilidad.

A  Wang Yibo no lo conocía. Al menos, no desde que eran niños. Quizá debiera sentirse mal por escucharlos, pero aquél era el menor de sus crímenes.

Aquellas dos personas tenían otras razones para despreciarlo.

Igual que él mismo había comenzado a despreciarse de una manera horrible desde que estaba huyendo de la policía.

«Pero JiYang me quiere».

Tenía que aferrarse a aquello. Ya le había contado a Song JiYang, el enfermero del Hospital General de Shanghái, lo que había hecho, y milagrosamente, él seguía queriéndolo. Seguía creyendo en él.

Él tenía que demostrarle que su fe no era inútil. Que JiYang tenía razones para quererlo. Así que marcharse de Shanghái ya no era una opción. Tenía que pagar por sus crímenes.

Aunque tenía confianza en que nadie lo reconociera con aquel disfraz, HaoXuan caminó por detrás de los puestos de la feria para que no lo vieran. Incluso antes de que hubiera empezado a buscarlo la policía, aquél era el modo en que había vivido su vida: tras una fachada, a distancia de los demás. La mayor parte del tiempo se había culpado a sí mismo por aquella distancia, por su timidez, por no haber conseguido dejar que la gente viera quién era en realidad.

En otras ocasiones, se había dado cuenta de que su niñez lo había encerrado en aquel papel y en aquel comportamiento.

—¡Papá! —oyó que exclamaba un niño desde el otro lado de los puestos de madera

—. ¿Vamos a ir al parque después? Me prometiste que jugaríamos al béisbol.

Jugar al béisbol.

Una escena familiar se abrió paso en su mente. Antes pensaba que era una fantasía, algún retazo de una película antigua o de un programa de televisión que no recordaba haber visto. Pero en aquel momento sabía que, en realidad, era un recuerdo del pasado, de su infancia. Una caja envuelta en papel plateado crujiente. Más papel por dentro. Y dentro de aquel papel, con un olor casi tan bueno como el del perfume de flores de su madre, un precioso guante de cuero de béisbol, justo de su talla.

—¿Vamos a jugar ahora, papá?

A él le encantaba aquel guante. Le encantaba el béisbol.

Sin embargo, su padre había cambiado. Había dejado de ser alguien divertido y cariñoso y había pasado a ser alguien pendenciero y que apestaba a alcohol. Su madre también había cambiado. Y su hogar no había vuelto a ser el mismo.

Él no había vuelto a ser el mismo.

Llegó junto a una cabina de teléfono que había justo a una salida lateral poco transitada del Hospital General de Shanghai y marcó un número. Lo había memorizado de la tarjeta que le había dado un detective cuando había acompañado a JiYang a la comisaría unas semanas antes. Entonces, él había intentado quitarle fundamento a sus advertencias acerca de la posibilidad de que una banda de secuestradores estuviera operando en  la clínica de fertilidad, diciéndole al detective  que el enfermero estaba cansado y que había trabajado demasiado. Había intentado darle al policía la impresión de que se estaba imaginando las cosas.

En aquel momento, sin embargo, estaba decidido a confirmar las verdades que había dicho JiYang. Él jefe de aquella banda, había muerto a causa de los disparos de la policía, y hablar con la policía resultaba más seguro sin sus amenazas.

Algo Inesperado - YizhanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora