III. Melaza negra

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*Clack*, *Clack*. Me despertaron un par de golpeteos sordos. Aún medio dormido, lo primero que hice fue ver el reloj instintivamente mientras trataba de averiguar de dónde había venido ese ruido. "00:23", pasada la medianoche. Seguía tratando de descubrir qué día era y quién era yo cuando volví a escucharlo: *clack*, *clack*.

— Claro — pensé —, Lucy.

Decidí abrir la ventana antes de que fuera destrozada a pedradas.

— ¿No pudiste simplemente haberme marcado por teléfono o algo? — le dije. Lucy se encogió de hombros.

— Así es más divertido — me respondió, soltando la piedrita que tenía en la mano —. Además, ni siquiera tengo tu número.

Salí por la ventana con toda la gracia de la que fui capaz, cerrándola detrás de mí con cuidado.

— ¿Nos vamos? — le pregunté a Lucy acomodándome la ropa.

Rodeamos la casa a hurtadillas para no despertar a mis padres y tuvimos que saltar la barda para evitar el ruido que haría la reja metálica al abrir y cerrarse. Al principio me confundí un poco al no ver ningún carro diferente estacionado en la entrada, ¿había caminado hasta aquí? No estaba tan lejos, claro, pero ya era bastante tarde. Seguí a Lucy por la banqueta hasta que doblamos la esquina.

— Bueno — me dijo, sacando unas llaves de su bolsillo y quitándole el seguro a un Nissan Versa rojo —, súbete.

Había estacionado su carro en la esquina para no alertar a mis padres con las luces y el ruido, a mí no se me hubiera ocurrido. Me subí en el asiento del copiloto y Lucy empezó a conducir por la ciudad, llevándome a una aventura desconocida. Yo estaba bastante tranquilo para alguien que bien podría estar a punto de ser secuestrado.

Estuvimos un rato en silencio, escuchando una estación en la radio que no reconocí, la música estaba bien, aunque no era mi estilo. Estaba tratando desesperadamente de buscar algo de lo que hablar con ella, pero, a excepción de esta tarde, llevábamos ¿cuánto, 10 años sin vernos? No tenía idea de por dónde empezar. Por suerte, el auto se detuvo antes de que el silencio se volviera demasiado tangible.

— ¿En serio? — le pregunté, viendo que nos habíamos detenido frente a una tienda de conveniencia — ¿Necesitabas mi ayuda para ir al Oxxo?

Lucy volteó a verme bastante confundida con su puerta entreabierta y un pie ya fuera del auto. Se quedó un segundo así hasta que entendió lo que estaba preguntando y rompió en carcajadas.

— Claro que no, Will — me dijo, tratando (y fallando) de contener su risa —. Esto es una parada nada más. Si vamos a estar despiertos toda la noche vamos a necesitar comprar algunas cosas.

Entramos a la tienda y yo me dirigí al refrigerador donde tenían las bebidas energéticas, Lucy me había dejado a cargo de comprarlas mientras ella buscaba otras cosas. Nunca antes había necesitado tomar bebidas energéticas, entonces simplemente me quedé parado frente a la puerta, viendo Vive 100s y Red Bulls sin saber cuál era la diferencia.

— ¿Los encontraste? — me sorprendió Lucy.

— Claro — le respondí, tomando un par de latas sin ver de qué eran y tratando de no parecer muy sobresaltado — ¿tú qué traes ahí? — le pregunté apuntando con la cabeza a las bolsitas que tenía en las manos. Lucy se sonrojó un poco, como si no esperara la pregunta.

— Unos Panditas — me respondió —. Las gomitas me ayudan a calmarme cuando estoy nerviosa, y los osos son muy lindos. También compré cosas para comer — dijo, mientras me mostraba unos paquetes de galletas y una bolsa grande de papitas.

Pagamos por las cosas y nos quedamos un rato en el auto comiendo galletas y bebiendo algo que sólo podría describir como refresco sin gas. El clima era agradable considerando que estábamos a mitad del verano, el cielo era negro como la melaza, pero la luna brillaba resplandeciente; por fin había salido una canción que reconocí en la radio, pero no tuve mucha oportunidad de escucharla, pues estaba en medio de una conversación con Lucy sobre si los koalas deberían ser considerados osos o no. No tengo idea de cómo llegamos aquí, pero tampoco es que me quejara al respecto.

— Bueno — empezó a decir Lucy, limpiándose las manos en los pantalones y viendo la hora en el reloj del auto —, creo que ya fue suficiente.

Antes de tener tiempo de recordar que se suponía que estábamos en medio de tachar uno de los puntos de la lista de Lucy, arrancó el auto y volvimos al camino.

— Por cierto — le dije, ya sin poder contener la pregunta —¸ aún no me dices qué vamos a hacer.

— Ah, ¿no? — me respondió — Descuida, ya casi llegamos.

Lucy tomó otra izquierda y por fin reconocí a dónde íbamos. Supongo que ella lo notó, porque me dedicó una sonrisa de complicidad desde el asiento del conductor.

— Llegamos — me dijo, deteniendo el auto frente a la entrada de la escuela —: Preparatoria Blackwell.

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