Prefacio

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‟Para luchar contra el mal, tienes que entender la oscuridad"

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‟Para luchar contra el mal, tienes que entender la oscuridad"

—Nalini Singh

"La mejor manera de librarse de la tentación es ceder ante ella"

—Oscar Wilde

‟La locura dice más verdades que la confesión bajo tortura"

—Augusto Roa Bastos

Avanzó un paso más. Rodeó con los brazos el tronco de un árbol. Los trocitos de la madera se adhirieron a sus dedos húmedos. Escuchó el crujido de las ramas al romperse. No veía nada. Contuvo la respiración y no hizo ningún otro movimiento para no revelar su posición.

Él era la presa, estaba desarmado, descalzo y con un dolor punzante en el costado del abdomen. Las gotas de lluvia hacían lo suyo ensombreciendo la poca iluminación que la luna brindaba esa noche. Las nubes tampoco estaban siendo de ayuda.

Todo lo que sabía era que si se movía delataría su posición a quien se acercaba a su espalda.

Cuando el silencio fue demasiado frustrante, trajo consigo al momento en el que ocurriría algo. Las ramas dejaron de moverse, los animales se alejaron alertados por la brusquedad de las pisadas, la lluvia continuaba cayendo y él, abrazado al tronco del árbol, todo lo que pudo hacer fue cerrar los ojos con fuerza y esperar el impacto.

El sonido fue claro, quien lo seguía había recargado su arma. Un clic y de nuevo el silencio.

—Te repetí hasta el cansancio que no te acercaras. —No abrió los ojos aun después de reconocer a quién pertenecía la voz. Su situación solo podía empeorar—. Y aquí estás, y aquí estamos...

Más crujidos de ramas a su derecha. Estaba rodeado. El sonido viajó por entre la lluvia tocando las ramas de los árboles. Alguien más se había unido a la escena. Iban a atraparlo

—Hazlo —se encontró susurrando, un sonido lastimero y lejano que no se parecía en nada a su propia voz—. Hazlo. Hazlo.

«Hazlo», suplicó en su mente. Al menos así ese infierno terminaría.

No había otra salida. Él aceptó, nadie lo obligó a entrar. Dijo que sí esperando lo peor, y lo peor estaba frente a él.

—Yo puedo cumplir tu deseo —dijo alguien a su derecha, cuyas pisadas sonaban más ligeras, pero igual de firmes que las de los otros dos. No tenía idea de las identidades, las voces se mezclaban con el sonido de la lluvia y le era imposible ponerles un rostro.

El disparo no fue como el de un arma, no hubo un detonador de advertencia, más allá de la rigidez con la que la pesada flecha de metal abandonaba el arco de la ballesta.

Seguido de un alarido de dolor, tan lastimero que lo obligó a abrir los ojos en un intento por ver quién disparó y quién yacía en el suelo. Y de la pérdida de su consciencia. Tras dos días de persecución y caza. Cuarenta y ocho horas de latidos tamboreando en su pecho en la búsqueda incesante de su corazón que imploraba descanso.

Él compartía la plegaria.


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