✝ 11. Primera regla: no confíes en un Hedrik ✝

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Primera regla: no confíes en un Hedrik

ADAM

Me negué rotundamente a la idea de que Manic permaneciera en mi casa mientras yo salía a reunirme con Santos para ir a la estación de policía. El oficial no demoró más de diez minutos en llegar después de que lo llamara para pedirle que fuera a buscarme. Mi padre había enviado un rápido mensaje con errores de ortografía que indicaba lo muy ocupado que se encontraba en el caso. Cortesía de Manic Hedrik, qué novedad. 

Manic accedió a ocultarse en el bosque detrás de la casa. Antes de irse, registró su número en mi teléfono.

—Llámame cuando estés en la oficina del jefe, y asegúrate de que nadie te escuche. —Después, desapareció por la puerta de la cocina.

Y me dejó con un debate mental que perduró hasta que me encontré en el interior de la patrulla.

Bajé la ventanilla del lado del copiloto. Santos no dejaba de hablar de lo ajetreado que estuvo todo en la estación desde esa mañana, cuando una señora encontró parte del fémur de alguien en el estacionamiento de un supermercado. Se me revolvía el estómago, y no solo por imaginar a Manic cortando en pedazos a una persona, era la culpa, carcomía mis entrañas. Casi abrí la puerta y salté con el auto en marcha hasta que finalmente nos detuvimos frente a la estación.

Solo quedaban tres patrullas, el resto, con mi padre incluído, se encontraban en diferentes puntos del pueblo, cerciorándose de que nadie saliera, además de, claro, mantener los ojos bien abiertos, en caso de dar con más partes del "rompecabezas" de Manic.

—Entra, hijo, aquí esperaremos a tu padre —indicó Santos.

Asentí, me liberé del cinturón de seguridad y corrí hacia la entrada al edificio.

Saludé al guardia tras la barra de la recepción y me acerqué a buscar el gafete de visitante. En todo lo que mi padre llevaba de ser el jefe de policía, ni una vez se perdió evidencia. Irónico, su hijo estaba a punto de romper ese récord y todo para ayudar a un criminal.

Tal como Manic planeó, los guardias que quedaban en la estación no sumaban ni diez. Había uno en recepción, dos en los cubículos, otros tres en la sala de reuniones y los que no se alejaban del sótano, donde se guardaban armas, el archivo y artículos decomisados. Los conocía a todos, incluso al detective que me interceptó en el pasillo rumbo a la oficina de  mi padre.

—No esperaba verte hoy, Adam —comentó, con ese tono condescendiente suyo—. ¿Te encontrabas en la escuela cuando se dictó el toque de queda?

Las reglas de los privilegiadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora